“Este círculo acaba con la denuncia o con la muerte”

Una joven relata el calvario y las palizas continuas que sufrió durante 11 años

14 mar 2017 / 11:16 H.

En la violencia de género en el seno de una pareja, hay un patrón que se repite. Es un círculo vicioso con tres fases: la primera comprende el inicio de la relación sentimental. Todo es perfecto. A esta etapa se la conoce como la luna de miel. La segunda es de tensión: “Él está nervioso por algo y lo paga todo con la mujer”. La tercera es la agresión física y psíquica. Un techo de violencia al que suceden, invariablemente, el arrepentimiento del agresor y el perdón de la víctima. Y todo vuelve a empezar. “El problema es que la primera fase cada vez dura menos y las otras, más, y solo puedes salir del círculo de dos formas: denunciando o muriendo”.

Esta es la lección con la que Julia Quesada termina las charlas que imparte en institutos en colaboración con la Policía. Julia Quesada es el nombre ficticio de una mujer que sabe bien de lo que habla. A sus 26 años, durante 11, entre los 15 y hasta septiembre del año pasado, sufrió insultos, vejaciones y palizas si “no diarias”, sí “continuas” a manos de su pareja. “¿Por qué aguantó tanto?”, le preguntan los menores. “¿No se le pasó por la cabeza coger un palo y darle un golpe mientras dormía”, le ha lanzado más de uno. “Sí —confiesa—, pero si no le daba bien el palo, me lo daría él a mí”. Hoy se atreve a contar el infierno que vivió, porque no le duele. Pero no olvida y si calla su nombre es por “temor”. Él está en prisión preventiva, a la espera del juicio de malos tratos.

Su calvario comenzó en septiembre de 2005. Conoció a su expareja a través de un familiar de él. Se gustaron inmediatamente. Un día después, él fue a visitarla a su pueblo, y evoca que le dijo: “Me gustas mucho. Vas a ser mía y de nadie más”. Ella tenía 15 años; él, 18, y admite: “Lo vi como una muestra de amor”. Ese mismo día se hicieron novios. Se veían a diario. No llevaban una semana y ya conocían a sus respectivas familias. “Él estaba muy pendiente de mí”, destaca. Cuando llevaban un mes y medio juntos, a él “le salió un trabajo a doscientos kilómetros y pico”. Solo se veían los fines de semana. Un día, en un descanso, la telefoneó. Ella tomaba un café con la única amiga que tenía por entonces y con un compañero de esta. “No le gustó que hubiera un ‘tío’ con nosotras”, indica. En ese momento, le explicó a su amiga que su novio “se había mosqueado” y se fue a casa. Acabaría peleándose con ella por los celos que le provocó él: “Me decía que se le había insinuado”. Con 15 años, su vida se redujo, entre semana, a levantarse, ir al instituto y volver directa al hogar. No salía más. Los fines de semana tomaba un autobús y se iba al pueblo de él para estar juntos. A primeros de 2006, él se compró una moto. Un día, ella le pidió que fuera a recogerla. “Me dijo que no”. Discutieron y, de la rabia, ella sustituyó dos fotos del él que tenía en su dormitorio por otras de unas amigas. No adivinaba que él se presentaría en su casa. “Rompió la puerta de hierro de la urbanización a patadas”. Subió hasta su habitación y, cuando reparó en las fotos, afirma que la insultó y la golpeó. Fue la primera vez. “Me quedé en shock. No supe reaccionar. Él se puso a llorar, a decirme: ‘No lo voy a hacer más’. Lo perdoné y le dije que no volviera a pasar”. Solo era el principio.

Dos semanas antes de cumplir los 16 descubrió que estaba embarazada. “No quería abortar, siempre y cuando él estuviera de acuerdo y preparado. No quería obligarlo a ser padre sin desearlo, ni verme como madre soltera”. Él estuvo de acuerdo. Consumidor de hachís y cocaína, solo le pidió que, “al menos”, no probara esta última. Tampoco lo hizo. Durante “4 o 5 meses” vivieron en casa de los padres de él, pero las peleas con su progenitor y entre la pareja hicieron que se mudaran. “Yo podía llevar una casa, pero era muy joven. No sabía cocinar. Si las lentejas me salían saladas o el filete quedaba crudo por dentro; si no me levantaba 10 minutos antes por la mañana para llamarlo, prepararle la leche y llevársela a la cama, ya la teníamos liada. En una discusión, me tiró una catana y la esquivé porque me metí en la habitación”.

El nacimiento del bebé no cambió nada. Las discusiones y los golpes seguían. En 2011, se quedó embarazada de nuevo. No fue buscado y no se sentía preparada para tenerlo. Pero su madre le dijo: “Si el Señor te lo ha puesto en tu camino, es por algo”. Decidieron tenerlo. Las peleas y las palizas nunca desaparecieron. La familia de él lo sabía. Le aconsejó, incluso, que denunciara, pero ella callaba ante sus padres por “miedo”: “Me amenazó con matarlos”. La vida de pareja era un infierno y los cardenales en su cuerpo y los insultos, una constante. Le controlaba cada movimiento en redes sociales. Le impidió visitar a una psicóloga con la excusa de “que, si le contaba lo que pasaba”, les quitarían a los niños. Y ella aguantaba. Recuerda agosto de 2016 como un mes de discusiones diarias y septiembre, como el de las palizas. Un día, después de que ella le recriminara que “solo servía para llevarla al campo y apalearla”, la amenazó: “¿Ves que solo sirvo para eso? Hoy, te voy a llevar y de ahí no vas a salir”. La estaba golpeando, cuando apareció un coche y ella salió a pedir socorro. El vehículo no se detuvo. “¿Has visto lo que has hecho? —le reprochó él— ¿Quieres que me metan preso? ¡Hoy ya no lo cuentas!”. Se metió campo adentro y siguió golpeándola. En un momento, cuenta que le dijo: “Anda, nos vamos a ir de aquí porque, al final, te voy a acabar matando”. Pero, antes de salir, apareció la Policía. “El conductor del coche no se paró, pero sí llamó por teléfono”. Él le prohibió “terminantemente” que contara nada y le exigió que se pusiera las gafas. “Como te vean con el ojo así, nos quitan a los niños”. El agente no le reclamó a él documentación alguna. Hizo que ella bajara del coche y la interrogó. Bajo la amenaza de desacato a la autoridad, logró que se quitara las gafas. En ese momento, se llevaron al joven por maltrato.

Ella sufrió un ataque de ansiedad. La vio un médico y la bajaron a Comisaría. La Policía le anunció que denunciaría y su propia suegra le rogó a ella que hiciera lo mismo. “Ha pasado lo de siempre. Denúncialo porque ni tú puedes estar así, ni yo, ni mis nietos, que hace un mes que no sonríen”. Fue la primera y única vez que lo denunció. Esa noche él durmió en los calabozos. Al día siguiente, tras una vista previa, la fiscal solicitó protección para la mujer y para los niños y una orden de alejamiento y prisión provisional para el padre. El juez aceptó todo. Así ha pasado ya un año y medio.

Ella se trasladó a una casa de acogida y, en la actualidad, vive con sus padres. Ya no llora, ni siente lástima por él: “No me alegro de que esté en la cárcel, pero está ahí por todo lo que ha hecho”. Fueron 11 años “muy malos”, pero considera que ha tenido un ángel de la guarda consigo. “No he acabado muerta. Todas no corren la misma suerte”. Aunque no lo hizo, el consejo que lleva en la boca ahora para toda mujer que sufra algo parecido es “que no se calle; que a la mínima denuncien, que lo cuenten; que de esto se sale, aunque cueste”.