Córdoba es Tucson

BUENA DIGESTIÓN. Según un estudio de Agricultura, nos alimentamos, sobre todo, de lechuga, lentejas, pizzas y pastas

28 may 2017 / 11:31 H.

El observador perspicaz no duda que, en pocos años, gran parte de nuestro país será un territorio parecido a Tucson (Arizona): polvo, tormentas y camionetas ligeras que se traga el horizonte. Pero aquí nadie habla de esa mutación enorme, ni del agua, de cuánto la necesitamos y, menos aún, de cómo deberíamos administrarla en el futuro próximo. Ni parece que nos inquiete demasiado el cambio climático o, mejor dicho, damos por descontado que nos alcanzará la sed y padeceremos las calamidades de las riadas.

Da la impresión de que incorporamos el fatalismo de los desiertos a nuestro destino: entre el polvo moriremos. Claro que nada de esto impide que sigamos gustosos el señuelo de la ilusoria recuperación económica que nos venden. Pues vuelve el empleo y comienza el regreso de nuestros jóvenes emigrantes. España sacó la cabeza del túnel.

En este clima de forzado optimismo los múltiples masters chefs, el tropel de turistas y las decenas de miles de medallas con que nos autoagasajamos nos ciegan los ojos y nos hacen más bobalicones: Vamos bien.

Pero, en estas —cuando Rajoy se esfuerza por sacar el cuello para saludar a Trump en un pasillo, los eternos bailecitos del referéndum catalán y el goteo de dimisiones y encarcelamientos de militantes del PP por causa de la corrupción— se le escapa al Ministerio de Agricultura (y muchas encomiendas más) una encuesta enorme por el número de interpelados que nos viene a cascar que el español se alimenta principalmente de humildes ensaladas verdes (lechuga y tomate), pizzas, pastas y lentejas. ¡Toma progreso!

¿De qué sirve entonces tanta insistencia en la dieta mediterránea equilibrada, esas permanentes caravanas de cocineros cantando las bondades de nuestra nueva cocina o los supermercados “inundados de fresco” y repletos de miles de enseñas?

Parece que solo atendemos al guiñol (escaparate) que disimula la engañifa de ese cambio y transformación cultural en la que nos creemos embarcados. Pero resulta que comemos, no ya como “cuando éramos pobres”, sino bastante peor. Aunque no deberíamos dejarnos caer por el tobogán, tan resbaladizo como gustoso, de la incredulidad y la sospecha, y no creer que estos datos son ciertos. Porque no es irreal que casi la cuarta parte de nuestra huerta se destina al cultivo de los mil verdes que terminan en ensalada y que el consumo de tomate no deja de crecer; que a diario abren cientos de expenderías de pizzas y derivados y la importación de lentejas mexicana no deja de crecer.

Las grandes ciudades se pueblan de bicicletas que huelen a horno y queso, y los comercializadores de los quesos más grasos son todos ricos. Debemos de tomar nota de estos datos para que cuando sobrevenga el arreón de los lobbys contra los hidratos mortales estemos preparados para no dar por buena su demagogia cósmica. La batalla de las dos caras del hombre en la historia, una para lucirse, o como una amenaza la otra, se libra también en este vasto y apetitoso mundo de la alimentación.

Hubo temporadas en que la historia permitió que asomara a la luz el rostro de cieno de los niños de Dikens, o que el mondongo de París se abriera con todo su hedor al hendir en su tripa la pluma de Zola. Pero son más duraderas en el tiempo aquellas que trazan gruesos muros en la línea misma del malestar de los hombres.

Ahora vivimos en una de ellas. Se dice que la mala alimentación desapareció de España (como se evaporó la miseria en la Argentina de los Kirchners). Pero no es así. Simplemente lo desconocemos.

El hombre con más fuentes de información puestas a su disposición es, al tiempo, el más sorprendido por los datos cuando se le presentan ordenados y en su contexto, por ejemplo, en las urnas. ¿Quien había previsto que la América profunda podría llevar hasta la Casa Blanca a un personaje como Trump? Muy pocos.

Bueno, pues la Córdoba actual se parece, cada día que pasa, más al áspero pasaje de “El llano en Llamas”, de Juan Rulfo, que a la mítica Babilonia de los ríos. Pero no somos conscientes de ello. De la misma manera que no creemos que nos alimentamos de las harinas refinadas y los quesos con más grasa.