Cien años de pintura

13 abr 2016 / 10:30 H.

En la sala de exposiciones de la otrora Escuela de Magisterio, se muestra parte de las obras pictóricas de la Universidad de Jaén. La profesora Luz de Ulierte Vázquez nos acerca a un siglo de arte; esto es, desde Cristóbal Ruiz Pulido (Villacarrillo, 1981; México, 1961) a Valle Galera de Ulierte (Jaén). Fotografías de Vicente del Amo, Alfonso Infantes y María Jesús Manzanares forman parte de un primer grupo de imágenes estampadas o positivadas sobre papel, entre las que destacan de manera principal, unas estampas de Francisco de Goya y Carlos Haes, junto a otras de pulsión más cercanas, como pueden ser los de José Guerrero, Judy Chicago, Miquel Barceló, Víctor Vasarely, Ouka Leele, José Duarte, Jesús Conde, María Teresa Martín Vivaldi, Valentín Albardíaz, Julio Juste, Dolores Montijano, José Olivares, Manuel Vela, un aguafuerte muy cuidado de José Rodríguez Gabucio, un ágil dibujo de Francisco Cerezo y otro de Benjamín Palencia. Una muy amplia panorámica seguida de pinturas de Cristóbal Ruiz, Manuel Ángeles Ortiz, Miguel Pérez Aguilera, Juan Martínez, Cirilo Martínez Novillo, Antoni Clavé, Nacho Criado, Francisco Bores, Francisco Molinero Ayala, Agustín Ibarrola, Francisco Lagares, Fausto Olivares, Carmelo Trenado, Santiago Ydáñez, José Ibáñez Álvarez, Miguel Viribay, Paco Luis Baños, Valle Galera y Nicolás Sánchez Cubillo que, de algún modo, dan noticia de las principales mutaciones plásticas producidas durante las últimas décadas, especialmente entre un concepto que puede habitar el formalismo, y la deriva de este hacia los diferentes modos de abstracción y síntesis de la figuración. Al cabo, dejando a un lado los llamados nuevos soportes, las artes plásticas han estado sujetas a ese viaje de ida y vuelta que va del análisis a la síntesis; cosa diferente es el oficialismo sin oficialidad que conduce al imperio de los necios donde, borrados los perfiles que dan o quitan legitimidad a la obra de arte, todo puede tener idéntico valor.

Como se ha escrito, es posible, incluso probable, que estemos ante los últimos mohicanos de la crítica que aún cuentan dentro como equidistancia entre el “formalismo de aquellos que reducen todo a la estructura”, el arte ensimismado, y la escuela “que defiende que los desarrollos sociales, ideológicos, económicos y políticos tienen un impacto en las representaciones” que convive con el arte. Desde la mitad del pasado siglo, que es cuando el mercado alcanzó cotas hasta entonces inusitadas, el comercio no solo condiciona la estructura argumental y estética de modo muy superior a como en épocas anteriores lo habían hecho; condicionan también la manera de mirar previa a la propia contemplación de la obra, puesto que, en el juego de ocultar o mostrar, se haya el eje del capitalismo para reducir el nombre que ha definido a la persona y a los países a simple marca: Picasso se ha convertido en una marca y, de otro lado, casi de pronto, hablamos de la marca España, al hilo de lo que no parecería herrado anunciar que, al contemplar las obras expuestas, el primer impacto visual, efectivamente, nos remite al arte español. Incluida, y estoy dispuesto a defenderlo, la pieza firmada por Nacho Criado.

El arte es una experiencia lenta que enriquece en esta doble vertiente asignada por la Ilustración: conservar y educar. Por consiguiente, al contemplar la presente exposición, percibo también un abundoso aroma a la pintura jiennense del último siglo, sin olvidar que mi primer encuentro con el arte español tuvo lugar al comenzar los sesenta del pasado siglo y, sin tardar demasiado, noté que los acontecimientos expositivos de aquella época estaban encaminados a socavar la poética de la pintura europea y por consiguiente también de la española, de modo muy parecido a como Benjamín H. D. Buchloh comenzó a notar “los mecanismos por los que la cultura letrada de Europa estaba desapareciendo bajo el rodillo americano”. Hoy, a cierta distancia de aquel aviso, aquella percepción retorna de manera un tanto profética con respecto a la más reciente actividad de los museos que, sin reparo alguno, participan de esta cultura del espectáculo dominante en el panorama de las artes plásticas, cuyo único destino tiende a ser emblema de una mercancía que cambia de manos según la treta comercial del día a día.

Pues bien, contemplando estas obras, además del Paisaje de Cristóbal Ruiz, el gozoso óleo de Ángeles Ortiz y la personalísima abstracción de Miguel Pérez Aguilera, de quienes en tantas ocasiones escribí en estas páginas, se me acercan aspectos de aquel tránsito de los años sesenta en los que la llamada Escuela de Madrid parecía ser santo y seña del momento, aquí representada por un muy bello dibujo de Benjamín Palencia y un sintético paisaje de Cirilo Martínez Novillo; la libérrima pintura del más independiente de los pintores catalanes, Antonio Clave y el ajuste perceptivo entre ética y estética por dos pintores del “Grupo Jaén”, la de Fausto Olivares y la mía, seguidas de propuestas tan inclasificables como la de Nacho Criado, o la pieza de Juan Martínez de acusado plasticismo anterior a sus última poética; el cuidado lirismo de Molinero Ayala, situándonos, de algún modo, al otro lado las formas sintéticas de la ejemplar pieza de Paco Luis Baños. En fin, un conjunto en el que destaca lo mágico del universo de Barceló, el silente y poderoso guiño de un Baco pintado en grises por Francisco Lagares, cuya silente vocación tiene como contrapunto el territorio cinético de Vasarely y, de otro lado, el cálido y denso cromatismo de Carmelo Trenados y, claro es, dos piezas de parecida densidad expresionista, la de Santiago Ydáñez y la de Valle Galera; la primera envuelta en la acusada gestualidad vociferadora acostumbrada por el pintor; la segunda, más sutil en la dicción que deja ver alguna tintura violácea y cierta insinuación de fuerza en la sincera voz de la tela. De cualquier modo, y no obstante la muy plural dialéctica entre las obras expuestas, probablemente el conjunto más unitario y coherente que la Universidad de Jaén, dentro de lo que suponen sus fondos, ha mostrado en público.