“A sus ciento diez años acaba de nacer hacia la eternidad”
P ensaba Pitágoras que una buena ancianidad es, ordinariamente, la recompensa de una bella vida. Una sentencia que parecía escrita para Isabel Redondo Torres, una ilustre tosiriana que superó el siglo de existencia en 2008 y que, diez años después, ha cerrado sus ojos poblados de imágenes y vivencias prácticamente con la lucidez que admiraba a cuantos tuvieron el privilegio de conocerla. Ciento diez años de experiencia sobre una frágil figura que, sin embargo, derrochaba fuerza y ganas de vivir.
Hija de militar, se casó con Francisco Arjonilla y tuvo tres hijos: Asunción, Inmaculada y Eugenio, además de un “ejército” de nietos y bisnietos de los que disfrutó plenamente hasta el momento de su partida. “Humilde y trabajadora”, en palabras de su hija Inmaculada, para los tosirianos se convirtió en todo un símbolo, una queridísima referencia cuya vitalidad servía de ejemplo.
Enamorada de las labores de bordado y la costura, esa afición le sirvió para traducir en preciosas prendas el amor que sentía por los suyos y el sincero afecto que prodigó entre sus vecinos, quienes, ahora, a falta de su presencia, tienen en la ropa de su inolvidable Isabel una suerte de reliquia, una huella tangible de su sencillez.
Era alegría la mañana fría / y el viento loco y cálido que embiste. / (Alma que verdes primaveras viste / maravillosamente se rompía), escribió el gran José Hierro en su poema “Alegría”. Esta primavera ha roto la maravillosa, la jovencísima sombra de Isabel Redondo, un adiós que, aunque procure lágrimas, deja un sabor contento de haber vivido mucho. A sus ciento diez años, acaba de nacer a la eternidad.