“Encontrarme con ella era retroceder a los entrañables años de mi niñez”

19 feb 2017 / 08:00 H.

Todos los años, le llevaba el programa de fiestas por el mes de agosto; con apuros, ella me abría la puerta, La saludaba, le daba el programa, me pagaba el recibo de la cuota y me anunciaba que se acercaría el domingo en la misa de la iglesia de San Juan. Antes de irse a la residencia me comentaba, con mucho cariño: “Paco, los achaques, qué mas quisiera”.

Era un dialogo con una encantadora vecina del barrio de San Juan. Mujer hidalga de Alcalá la Real, avecindada en la calle de Luque, muy despierta, sin títulos nobiliarios ni gentilicios, pero afectuosa y noble por su presencia, en suma mujer de raigambre alcalaína.

Encontrarme con Enriqueta Moya, a mi entender, significaba retroceder a los años de mi niñez, cuando mi madre me colgaba la bolsa de tela preparada para comprar el pan en su tienda, situada entre el cruce de la calles Llana —Martínez Montañés— y Luque. Una tienda de barrio, donde podrías comprar desde bolillas de anís hasta la mortadela, que sustituyó, por los años 50 del siglo XX, muchas veces, al canto de pan con aceite, eso sin olvidar el chocolate de bollo, el rico turrolate de Priego de Córdoba. No se me puede olvidar aquel mostrador de madera al que apenas podíamos asomarnos los chiquillos para verla, pero servía de control y de diferenciación entre el comerciante y los clientes. Al conversar con Enriqueta, como si asistiera a una sesión de cine del pasado, se me venían a la mente una cantidad de innumerables recuerdos. El pilar situado a espaldas de su tienda, los niños con los cántaros aprovisionándose de de agua para calmar la sed del verano, la taberna del Atranque —o de don Luis Belbell, que falleció recientemente a finales del mes de junio—, la de Joaquín el Hermoso y la del Gordo; la casa de vecinos, donde vivían la familia de los Muros, entre otros; la casa de Paco Grande, donde nos preparábamos para irnos al Seminario —la salida escolar ineludible para muchos jóvenes si querían estudiar estudios secundarios—.

Se me viene a la mente también su marido, Vale, vendiendo el pan por las calles como hacían los panaderos Madriles o los santaneros —principalmente, el Leo—, los ecos del “afilaor”, el “arreglaor” de somieres, ollas, lebrillos...

No puedo olvidar el día que sus hijos, mis amigos de escuela de la Sagrada Familia, emigraron hacia tierras madrileñas. Con ellos, parece que se iba un a hilera de nazarenos de túnica morada con forro amarillo que acompañaba al Gallardete de Jesús, porque Enriqueta y su familia acompañaron en muchas ocasiones de nuestra Semana Santa a esa hermandad alcalaíno, incluso recuerdo que alguna vez le tocó la bola y, por consiguiente, fue hermano mayor.

Pero el tiempo no se detuvo y Enriqueta quedó viuda, luego dejó el oficio de comercianta y vivió jubilosa los años de la serenidad y de descanso del guerrero. La veíamos con Trini y con Carmela acudir a la iglesia de San Juan. Era puntual y constante en las tradiciones. Se saludaba con sus amigas hasta que ya no pudo más. No le quedó más remedio que mantener la sociabilidad asistiendo al centro de día de Nuestra Señora de las Mercedes, de nuestra ciudad. Allí, continuaba con su buen humor, su optimismo y su fe en el Cristo de la Salud. Un día se hizo memoria histórica y nos comentó que, a las nueve de la mañana del 30 de septiembre, aparecieron varios aviones de la base de Armilla (Granada) sobre el cielo alcalaíno apuntaron sobre el templo de San Juan y el Hospital del Rosario, creyendo que allí se encontraban algunos cuarteles de los miliciamos. Todos corrieron hacia los refugios, sobre todo los niños y las personas mayores. Entre ellos su padre, José Moya Toro, labrador, casado con Ángeles Marañón Serrano; un niño de nombre Francisco Rosales Guerrero, y el zapatero Francisco Moya García. Estos se refugiaron en la bodega de la casa de Alonso Rubio, con la mala suerte de que cayó una bomba y dejó enterrados bajo los escombros a tres de estas personas, que no pudieron recibir sepultura hasta pasados varios días, por las órdenes del comandante de la plaza. Pero, eso ya era historia, historia que aclaraba dudas sobre el momento de la entrada de el ejército de Granada si estas personas habían sido fusiladas, simplemente habían sido víctimas inocentes de la cruenta Guerra Civil española.

Menos mal que nos lo aclaró, porque pocos días después se despedía, ante el Cristo de la Salud, para trasladarse a una residencia de Jaén. Y hace unos meses murió. Mi último diálogo con ella fue así. Lo recuerdo perfectamente, como si la convesación se produjera en estos precisos momentos.

—Adiós, Enriqueta. Hasta pronto, en septiembre le entregaré el programa [en referencia al libro de fiestas del Santísimo Cristo de la Salud].

—Espero venir todos los años para ver a nuestro querido Cristo de la Salud.

—Que venga para la fiesta, un abrazo. No se preocupe usted por la cuota.