“Su figura siempre me recordó a Penélope, esa mujer paciente y heroína”

26 mar 2018 / 08:00 H.

Hace unos años escribí un obituario con motivo de la muerte del entrañable Pepe Ibáñez Sánchez. Me extendía en la larga y pausada conversación de un soldado que descansaba tras miles batallas, el descanso ganado del guerrero. No olvidaba su inquietud cultural ni la deuda que teníamos con su persona, sobre todo, en el renacimiento de la música alcalaína y el regreso de la Agrupación Musical Pep Ventura. Recientemente falleció su esposa, Juana Expósito Sánchez. La recuerdo por las calles altas a la falda del cerro de las Cruces, entre el callejón del Pintor y la Corredera subiendo con dificultad los peldaños de un empedrado que se le hacía muy cuesta arriba, cerca del entorno de la casa de su hija.

Y mira por dónde que su figura siempre me recordó al mítica Penélope, esa mujer paciente y heroína callada que esperaba el regreso de su marido inserto en los avatares de la guerra de Troya. En este caso, Juana escribió su poema épico de una Odisea mucho más prolongada, superior a los nueve años de aquella contienda entre griegos y troyano. No sé quién desencadenó aquel enfrentamiento. Pues, si seguimos el poema de Homero, todo se origina en torno al Juicio de París, pero, si profundizamos en razones socioeconómicas, debió ser el control de los intereses comerciales en la ruta de Oriente a Occidente. Entre Juana y Pepe, se vivió una odisea similar que siempre reflejó por escrito el diario secreto donde el marido ausente redactaba con una prosa fluida y pasional su vida llena de aventuras. Juana era la esposa que quedó en la Itaca de la ciudad de la Mota, al verse truncado el regreso por otra guerra fratricida, en la que el joven Odiseo de la Sierra Sur entabló los primeros pasos de su combate sobrevenido. Posteriormente, se desencadenó un relato inverso al itinerario del poema griego, vinieron años en los que Juana tuvo que tejer desde el lamento por la derrota, el presidio cavernario en diversos escenarios de las cárceles, el destierro a tierras sevillanas, las tentaciones de Calipso y Nausícaa, el tapiz retejido con miles de escenas no deseadas recordando a los peligros de los lotófagos y de Polifemo, el cuidado de su hija sin apenas conocer a su padre hasta su adolescencia, los Antinoos y al Laertes de turnos, y siempre, por encima de todo, tejiendo en el tapiz la diosa Lealtad, mientras Pepe respiraba la libertad conseguida y obligada a marchar por tierras catalanas. Y, nunca pudo olvidar el regreso de su guerrero hacia la tierra que le vio nacer, a su Ítaca ansiada en la que compartió su amor tejido en la juventud. En la atalaya de la Corredera como un faro de mar, compartió los últimos años de su esposo como si quisiera recorrer todo el tiempo perdido de su ausencia, la propagación de la afición de la música en recrear la nueva banda municipal, en fundar rondallas, o en renovar la banda mixta, fue un pionero en crear academias para el fomento del arte de la musa Euterpe. Y siempre Juana complaciéndolo en todas sus aficiones de la época de júbilo como cronista visual y escritor de las costumbres de la ciudad. Hasta el día que le dijo adiós definitivo hacia tierra de Caronte, y se quedó bajo el cuidado de su nieta María José y de toda su familia, que guardó los secretos de aquella Odisea y, sobre todo, cuidó con más mimo incluso que la diosa Atenea a su abuela Juana hasta su óbito a la tierra prometida, donde tejerá el tapiz definitivo.