Cristóbal Ruiz y la melancolía de lo lejano
Elios Mendieta Rodríguez /Jaén
Contaba José Saramago, tras recibir en el año 1998 el Premio Nobel de Literatura, en su discurso, que una de las personas que más le había influido había sido su abuelo, y contaba una deliciosa anécdota de este. Al saber que iba a fallecer, su abuelo salió al huerto que tanto había trabajado, y se fue despidiendo, uno a uno, de todos sus árboles. Medio siglo atrás, José Antonio Barberán, nieto de la hermana de Cristóbal Ruiz (1881-1962) se emocionaba con la historia que su abuela le contaba: las cartas que le llegaban de su hermano Cristóbal eran realmente emotivas, y fantaseaban con la idea de volver a verse un día.
Contaba José Saramago, tras recibir en el año 1998 el Premio Nobel de Literatura, en su discurso, que una de las personas que más le había influido había sido su abuelo, y contaba una deliciosa anécdota de este. Al saber que iba a fallecer, su abuelo salió al huerto que tanto había trabajado, y se fue despidiendo, uno a uno, de todos sus árboles. Medio siglo atrás, José Antonio Barberán, nieto de la hermana de Cristóbal Ruiz (1881-1962) se emocionaba con la historia que su abuela le contaba: las cartas que le llegaban de su hermano Cristóbal eran realmente emotivas, y fantaseaban con la idea de volver a verse un día.
Estas historias humanas son las que quedan en la memoria que, en definitiva, son la vida, pues como escribió Luis Buñuel: “Una vida sin memoria no sería vida”. No obstante, no se puede decir que la memoria fuese la más fiel aliada de Cristóbal Ruiz. Fue el villacarrillense un artista universal, que ha conocido a los grandes nombres de la pintura del pasado siglo y que, sin embargo, ni en el ámbito nacional, ni en el autonómico, ni en el provincial ha sido suficientemente reconocido. Eso sí, como admite su propio pariente Barberán, poco a poco se va reconociendo su figura, al menos, en su Villacarrillo natal.
Todo empezó en la calle Maestro Benavides del municipio de La Loma. Hijo de Cristóbal Ruiz Martínez y Antonia Pulido Martínez, Cristóbal vivió su infancia en Villacarrillo, hasta que a los doce años se desplazó a Córdoba, para descubrir su vocación como pintor de la mano de Rafael Romero Barros, que como destacó Miguel Viribay en su discurso de ingreso en el Instituto de Estudios Giennenses, que llevó de nombre “Cristóbal Ruiz: Su obra y su tiempo (1881-1962)”, —leído en el acto de su recepción pública—, era un hombre llegado a Córdoba como director del Museo Provincial de Pintura.
“¡Déjalo que rule, Tóbal!”, le dijo la madre de Cristóbal a su marido y, aunque no con reticencias, el joven emprende rumbo a Córdoba. Tan solo duraría dos años en Córdoba, donde asistió a la Escuela de Artes y Oficios de la capital de la Mezquita, para en el curso 1895-1896 matricularse en la Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado de Madrid, donde el pintor llegaría con tan solo catorce años. Vivió el cambio de siglo aquí, pues no sería hasta 1902 cuando emprendería el viaje a París. Es en la capital de España donde tiene el primer contacto con uno de las mayores personalidades pictóricas que germinaron el pasado siglo: Pablo Ruiz Picasso. Ambos se irían a París por distintos motivos. El erudito pintor jiennense buscaba seguir ampliando su formación, mientras que el nacido en la Costa del Sol huía de la tutela paterna.
La vida a orillas del Sena
París es una ciudad mágica, que hizo del XX su siglo. Cristóbal Ruiz llegó a la ciudad en plena Belle Epoque, ese movimiento social y estético que embadurnó París de seda y magnificencia. La cultura lo era todo, empezaban a despegar varios movimientos pictóricos e, incluso, hasta un nuevo arte ocupaba las charlas de los aristócratas más duchos, pudientes y preparados, pues el cinematógrafo de los hermanos Lumiere había dado origen a la primera película de la historia: “La salida de la fábrica”, en 1895, lo que fue el germen del desarrollo del séptimo arte en los primeros lustros del siglo. Si bien, sobre el papel, París parecía el destino idóneo para un soñador como lo era Cristóbal Ruiz, dispuesto a seguir su formación y a empaparse artísticamente. No obstante, la realidad le golpeó. Tras perder una inestimable ayuda de la que había dispuesto en sus tres primeros años en suelo francés, Ruiz comenzó a pasar momentos difíciles, con apuros económicos: “En París lo pasó mal. La vida del artista es de mucha dificultad económica en su actividad”, precisa Barberán.
No todo eran malas noticias para Ruiz, que en un sitio tan romántico como París encontraría a Madeleine, con quien contraería matrimonio en 1911 y con quien tendría su primera hija un año después.
Durante los años parisinos, Ruiz se empieza a codear con nombres importantes de la época, y empieza a conocer a gente que, en algún caso, sería muy determinante en su futuro no muy lejano. Así, en la tertulia del restaurante Gaulaincourt conoce a Amadeo Modigliani, con el que entabla amistad, y del que Barberán recuerda por ser citado por el pintor en las cartas que mandaba a su hermana: “En la academia Julien conoce a Modigliani, que era su compañero, y se hace amigo suyo. De hecho, algunos expertos dicen que sus obras tienen ciertos parecidos”, recalca su pariente.
Además del italiano, mantuvo diálogos o cierta amistad con importantes miembros de la cultura española como el citado Picasso, Evaristo Ruiz, Daniel Vázquez Díaz y, sobre todo, con Antonio Machado, al que luego retrataría en Segovia, en 1926.
Su relación con Machado
Es tierra lluviosa la norteña capital gala, y claro, se conoce que tanto Ruiz como Machado contemplarían paisajes de lo más preciosos, donde el verde sería la nota predominante. Sin embargo, es curioso observar como, ni en la pintura de Ruiz, ni en los versos de Machado, queda apenas constancia de esta particularidad francesa. “Campos de Castilla” es una oda a un paisaje totalmente español, mientras que obras como “Paisaje de Piedra Cubilla” (1912) o “Tierras de labor” (1922) enseñan la pintura paisajísticas típica de Ruiz, que nada tiene que ver con la característica en Francia. Y es que, el villacarrillense apuesta en su pintura por una poética figurativa en la que cobra gran importancia el paisaje, siendo él uno de los grandes renovadores de su tiempo. Coincidirían ambos en tierras jiennenses, pues Machado fue docente en Baeza, pero fue en Segovia donde la relación se intensificó, y donde Ruiz hizo el más famoso de sus retratos, el del poeta sevillano, en 1926.
Vuelta a España
Aunque tuvo que multiplicar sus esfuerzos en buena parte durante su experiencia gala, como recordaba José Antonio Barberán, París no fue, ni mucho menos, una ciudad que pasó de largo en la vida y obra del pintor. Fue tras un consejo de su madre Antonia, cuando junto a Madeleine y su hija, deciden que Villacarrillo es un sitio ideal para guarecerse del peligro que supone el estallido inminente de la Primera Guerra Mundial. Pero claro, Villacarrillo no es Madrid, y Ruiz sabía que si quería seguir perteneciendo al círculo cultural y pictórico debía dirigirse a la ciudad donde se aglutinaba todo. Así, cogía con frecuencia trenes para llegar a la capital, hasta que en 1916 pudo alquilar una buhardilla.
Cristóbal Ruiz decide terminar Bellas Artes, interrumpida doce años atrás. Instalado en su lugar de nacimiento pinta numerosos cuadros, donde el paisaje de La Loma es la nota predominante, y que se pueden ver, en buena medida, en el Museo Provincial de Jaén. Con la carrera concluida, por tanto, y premiado en la Exposición Nacional de Bellas Artes, la vida de Cristóbal Ruiz encuentra cierto sosiego hacia 1917. Ya instalado en la capital, en 1919, Ruiz expone en Bilbao, vuelve a París y pasa algunos días en Villacarrillo, seducido por la soledad de su paisaje. Año después, volvería a ser premiado en la Exposición Nacional, lo que provoca que el Estado compre su obra “Tierra de labor”, lo que mejoró sustancialmente su economía.
Hacía 1923 iban a empezar unos años rocosos para la sociedad y el arte. El golpe de estado de Primo de Rivera pilla a Cristóbal Ruiz en uno de sus mejores momentos; es un pintor reconocido en las altas esferas y, precisamente, es uno de los firmantes del “manifiesto de los Ibéricos”, importante porque comienza la renovación del modernismo en España. Tal es la importancia que empieza a cosechar el villacarrillense que, en 1926, y tras diversas exposiciones notables por el norte, su amigo Azorín, según el referido texto de Viribay, lo define así: “Cristóbal Ruiz —tan modesto, tan sencillo, tan bondadoso— es, a la hora presente, uno de los valores más altos, más positivos, más ilustres de la moderna pintura española”.
En 1927 regresa a su tierra, pues pasa a ser profesor de la Escuela de Arte y Oficio de Úbeda. Allí pinta su serie “Niños de Úbeda”, uno de los trabajos más depurados e importantes de su carrera, y cuyos modelos eran, como él, gente sencilla: niños y niñas del pueblo. Cuatro años más tarde abandona la tierra y vuelve a Madrid. Su amigo Vázquez Díaz lo propone para la Cátedra de Paisaje de la Escuela de Superior de San Fernando, algo que acepta Indalencio Prieto.
Todo empezó a torcerse en 1936. La Guerra Civil estalló, y Madrid era ya un lugar imposible para los simpatizantes de la República, esto obliga a un grupo de intelectuales a poner rumbo a Valencia, entre los que se encontraban Ruiz o Machado. El viaje duró dos días, y fue la antesala de la salida definitiva del artista de España. Agosto de 1938 fue la fecha de partida de Cristóbal Ruiz. El exilio, como a una inmensidad de pintores y artistas españoles, era la única salida. Ya no volvería Ruiz a España. Ya no volvería a su Villacarrillo natal.
No fue profeta en su tierra
Nunca más regresaría a sus orígenes. Nada de esto imaginaba el bueno de Cristóbal Ruiz, ni tampoco su hermana: “Muchísimas veces trataban en sus cartas la posibilidad de volver a verse. Hacía alusión a su pueblo, y a lo que le encantaría volver”, asegura Barberán. Aun así, este explica que a Cristóbal Ruiz su pueblo no le correspondió pronto: “Con él se cumplió eso de que nadie es profeta en su tierra, la razón puede ser que viniera de que fuese simpatizante de la República. Eso sí, poco a poco se va reconociendo su obra”.
También tiene que ver en el reconocimiento que cita Barberán la Asociación de Amigos de la Historia de Villacarrillo. Tiene como presidenta a María Bienvenida Martínez. El pasado mes de septiembre se organizó una conferencia del citado Viribay, a la que acompañó una muestra con parte de la obra disponible de Ruiz, un dvd realizado por la asociación, y el descubrimiento de una placa en la casa donde vivió su infancia: “Cristóbal fue un pintor nacido en Villacarrillo que la mayoría de la gente conoce porque así se llama el colegio, y poco más. No se sabe que fue una figura importante en el arte de toda España. Tenemos que hacer que se conozca aquí y fuera de nuestras fronteras”, asegura la presidenta.
Sus últimos años de vida
Después de deambular por diferentes lugares, incluido Nueva York, se instaló Cristóbal Ruiz en Puerto Rico, como profesor universitario. En 1940, este celebra su primera exposición en México, e instalada allí su hija. casada con el jiennense Ángel Castillo García Negrete, también exiliado, visita la ciudad en los años sucesivos. “Creo que su etapa más feliz fue exiliado, pues tuvo mucho reconocimiento en Latinoamérica”, explica Barberán. En 1957 haría una de sus más celebrados cuadros, el retrato del famoso chelista catalán Pau Casals.
Fallecería en 1962, en México, en uno de estos largos periodos de tiempo que pasaba el pintor villacarrillense de visita en este país. Su historia es magnífica, un artista universal que merece el reconocimiento de su pueblo y de todo el mundo de la pintura, y que como decían sus coetáneos, se trataba de un hombre bueno. “Recuerdo el gran afecto que había en mi casa hacia él. Una gran persona, buena y sencilla. Me hubiese encantado conocerlo”, concluye Barberán.