El cocido de ida y vuelta

BUENA DIGESTIÓN. “Los cocidos españoles en su múltiples variantes no han muerto del todo, a pesar del acoso”

27 nov 2016 / 11:23 H.

Qué pena, aumenta año tras año el número de jóvenes que desconoce el cocido: no saben qué es. No es de extrañar, el plato de comida diaria en la práctica totalidad de las casas de España agrícola, y más allá, hace unas décadas se fue desvaneciendo en la medida que nos íbamos haciendo urbanos. Era la comida del pobre, y la España del desarrollismo de los setenta y, luego, la florida de los noventa no quisieron sostener esa antigualla alimenticia que significaba postración y atraso. El garbanzal dejó de plantarse, y Fuentesaúco, el templo zamorano del venerable Gabriel, dejó de exportar garbanzos hasta quedarse solo en depositario de su memoria. No existen garbanzos de Fuentesaúco, como no encontraremos angulas de Aguinaga y almejas de Arcade, aunque por razones diferentes.

Claro que los cocidos españoles en sus múltiples variantes no han muerto del todo, a pesar del acoso de la modernidad urbana y la invasión de comidas harinosa: pastas y pizzas y las inundaciones de arroces que nos llegan desde las tierras del monzón. Resisten apostados en los lugares más angostos que imaginemos, de la misma manera que aguanta el lobo ibérico; al igual que el cánido silvestre trata de regresar a sus antiguos territorios, ayudado por ecologistas, ambientalistas y una nueva conciencia de lo natural, nuestro cocido se deja ver impulsado por nuevos cocineros que se resisten a dar por perdido un plato tan excepcional como emocionantes fueron las plazas, iglesias, casonas, en sus parajes urbanos, a los que dio olor, sabor y fuerza durante siglos y se perdieron. Hablamos de los millares de pueblos, parroquias, aldeas y pedanías derruidas y desoladas cubiertas por yedras y cardales.

El invierno es su estación de honor. El decaimiento de ánimo y humor que trae la estación, así como el frío, nos conducen instintivamente hasta él como perrillos atraídos por el olor. A partir de noviembre y hasta que las primavera no relanza, numerosos restaurantes urbanos dedican un día a la semana ¡y algunos hasta tres! para ofrecer cocido madrileño, escudella catalana, cocido gallego y montañés, valenciano o la berza gaditana; pero también las fabadas y alubiadas de Tolosa, la Granja, el Barco... hacen las delicias de bandas de amigos entrados en edad (o simplemente jubilados) y de los corros familiares en torno a la mesa de un cocido con todos los avíos que una madre aprendió de su madre y esta de...

Algunos críticos sostienen que el cocido, con sus variantes locales por centenares, junto con el pan de trigo, el aceite de oliva y el ajo, son quienes nos identifican como españoles, pues somos (¿o quizás fuimos?) devotos de ellos. Pero todo ello es cosa de aficionados a la historia y colgados de la nostalgia. Lo único cierto y actualísimo es que en los últimos tres o cuatro años un puñado de españoles muy diferentes a los de hace medio siglo, tratan de replicar los mismos cocidos que comieron sus abuelos: el gallego que es cerdo troceado con garbanzos, el madrileño de los tres vuelcos: sopa, verduras y garbanzos, carnes y compangos, la escudella catalana con sus butifarras y la riquísima pilota (parecida a las más pequeñas pelotas del cocido valenciano) o la berza gaditana de un solo vuelco, pues todos sus componentes: berza, legumbres, carne de cerdo y derivados se sirven al mismo tiempo.

Estos son quizás los más conocidos, junto al exagerado cocido maragato, pero cada región, provincia, comarca y hasta comedor tiene la especificidad y singularidad que lo diferencia. Por ejemplo, los cocidos de la baja Extremadura y gran parte de la Andalucía agraria del interior son caldosos y se comen con cuchara, como también se procede con los abundantes gazpachos o las liquidas ensaladas siempre aliñadas con sus exactas dosis casi alquímicas de aceite vinagre y sal. ¡Y es que el cocido en tiempo de siega tiene que estar muy bien hidratado!

El mejor cocido, claro, es el que se come en casa, pero el más excesivo y pantagruélico que conozco lo sirven el restaurante El Charolés de San Lorenzo del Escorial (y también el del restaurante Viridiana de Madrid, pero este es para sibaritas, seres especialísimos y muy raros). No conozco familia, grupo de devoradores o pelotón de legionarios que haya podido terminar las raciones que allí te endilgan. Después de la sopa (un pozal bendito de fabulosos e intensos olores), te atizan hasta 15 vuelcos de variadas berzas, huesos cortos y largos, con y sin tuétano, gallina vieja y nueva, tocino fresco de papada y antiguo de barriga y así hasta agotarte y dar por bien empleados los 60 euracos que te exige por tal festín. Y vino, mucho vino, tanto que todas las mesas ríen todo el tiempo.