La belleza en los ojos

14 abr 2019 / 11:23 H.

Querido tío Alfredo: Como bien sabes, la belleza está en los ojos del que mira, los recuerdos en la cabeza del que vive y la fe en el corazón del que ora. La Semana Santa de Jaén para mí siempre fue belleza, recuerdos y fe. Lo sabes tan bien como yo, que desde muchacho has recorrido los adoquines del viejo Jaén buscando en esos días de primavera el olor a incienso. Esos días suponían, cuando ya tuve cierta conciencia, un retorno a mi infancia, en los que vivía esa belleza sin comprender la fe. Cuando tuve suficiente edad, comprendí la fe, sin tener la cabeza llena de muchos recuerdos. Ahora a mi edad, atesoro los recuerdos y lloro con la belleza, cuando la fe es obstinada y esquiva.

Hace años que crecí con esa belleza y esperé los recuerdos hasta descubrir que había un mar, justo donde otro termina. Así surgió en mi interior una sensación desbordante que llenó mis océanos de dudas.

Como sé también, tío Alfredo, que adoras el cine tanto como yo, me voy a ayudar de él para hablarte. Te voy a describir una escena. Imagina la España barroca, esa en la que vivían Veláquez y Cervantes, Montañés y Solís, Mesa y Roldán. En esa escena, el hombre más poderoso del mundo en aquél entonces, el Conde-duque, valido del rey, manda llamar a un soldado viejo, conocedor de mil amargas batallas y desastres, héroe descreído de los Tercios al que recibe en su cámara. Ante él despliega planos y mapas de Flandes, una tierra en continua guerra con España, fuente para él de desvelos y preocupaciones, de miedos y angustias. En esas guerras se escapaban ríos de sangre española y fortunas a manos llenas. Allí, Javier Cámara, ese Conde-duque preocupado, le confiesa a Viggo Mortensen, el capitán Alatriste, que en la soledad de su estancia, a la luz de las bujías, pasaba horas y horas estudiando con todo detalle esos territorios. “Conozco cada río, cada canal, cada colina”, le confiesa, “pero nunca he estado allí”. Necesitaba de alguien que hubiera pisado esa tierra, llorado en esas colinas y visto a la muerte de cerca en esos canales, y le contara todo lo que nunca iba a ver, a palpar, a sentir. Alastriste con voz ronca comienza a contarle como era un amanecer en esa tierra brumosa, cuyo frío te calaba los huesos y te embarraba el cuerpo, dejándote a merced de un enemigo fantasma.

Así me sentía yo, tío Alfredo, cada vez que oía, veía, leía o escuchaba hablar de la Semana Santa de Sevilla, la que intuía origen de la de Jaén, esa belleza en los ojos, esos recuerdos en la cabeza y esa fe en el corazón que tanto amaba en mi tierra. Recordaba a mi propio abuelo paterno, fiel cofrade nazareno jaenero, lo que contaba y contaba de sus años en Sevilla, cientos de recuerdos cofrades, miles de bellezas apresadas en su corazón, donde latía la misma fe que dejó en su hogar, todo en una época más fácil, pero en unos años más difíciles. Para mí, por los ojos de la belleza, una madrugá a la vera del Señor de Sevilla, el Gran Poder, con su andar portentoso, el Silencio entre nubes mudas de incienso, la mirada sobrecogedora del Señor de Pasión, las increíbles chicotás de Tres caídas, siempre con el izquierdo por delante del Soberano Poder, la luz imprecisa de la Macarena, las manos de la Esperanza, ven que yo te consuelo, el inmenso miedo del Cachorro mirando a su destino, la rosa de Santa Marta al índice de Dios, el piadoso llanto de la Amargura en su silencio Blanco o el indescriptible lirismo de la música que envuelve al palio del Valle, eran mi propio Flandes, al que nunca podría asistir, quizá sólo con la imaginación, mientras que mi corazón estuviera latiendo por la impresionante agonía de la Expiración en San Bartolomé, las Lágrimas estudiantiles en la Merced, los dos angelitos sollozantes delante de la mayor de las Angustias o la complicidad del Cireneo sosteniendo la Cruz de todo Jaén. Y sé que me entiendes, apreciado tío Alfredo, conocedor como eres en profundo detalle de lo que hablo.

Pero como siempre hay que tener cuidado con lo que se desea y se pide a Dios, pues puede concedértelo, mi vida azarosa me llevó por cambio a vivir fuera de Jaén, tan lejos y tan cerca como es Canarias. De las que sólo pude salir, y tras unos años, para recalar inesperadamente en mi anhelada Sevilla. Allí pude ver, por fin, comprobar y tocar lo soñado, para descubrir con la dureza de la inexplicable verdad, que un exceso de incienso golpeó mi cabeza con toda la belleza, con todos mis recuerdos y con mucha fe. Sin más, una tarde de Jueves Santo, en el epicentro de mi felicidad sevillana, mi corazón sopló de tal forma en mi mente que no pude resistirlo. De repente, todo estaba claro para mí.

Querido tío Alfredo, no lo vas a creer pero supe lo que tenía que hacer, con todo la certeza que me dio la mirada de Jesús de la Pasión a su paso callado. Cuando pude salir de la inmensa bulla, tomé el camino de mi casa para comer y dormir algo, coger el coche y salir, aún en la oscuridad de la madrugada, camino de Jaén.

Volví a mi tierra tras muchos años de separación. Justo en el mejor día en que podía hacerlo. Justo en la mejor noche. Justo a la hora más deseada. A las primeras luces del amanecer, toda la ciudad estaba en la calle en un Viernes Santo espléndido. Fui a buscarlo con la prisa del alma. Me apresuré a su encuentro. Entre la gente, que esquivaba a mi camino, sorprendido por el gentío que asemejaba al de Sevilla, allí lo vi. Bajaba por la calle Rastro, encorvado al peso de una cruz santa, el Nazareno, Jesús Descalzo con su cruz al hombro, El Abuelo, el padre de todos los padres.

Como si hubiera estado esperándome, el Señor de Jaén en ese preciso instante, avanzó hacia mi. A su paso, los árboles de las aceras, aún poco crecidos, tan próximos a la calzada, casi rozaban los faroles del trono. Para evitarlo, en un gesto al unísono y sin ensayo posible, unas cuantas manos voluntariosas de los allí reunidos, al percatarse de la estrechez, apartaban el tronco delgado para evitar que las ramas más bajas rozaran el dorado de los faroles de las esquinas del paso. Todo en un gesto medido, suave, como su andar y a lo largo de toda la calle. Allí mismo comprendí que Jaén le abría con manos encallecidas paso a su Dios. Lloré sin consuelo cuando me tuvo bajo su mirada, que era para mí sola, sin duda, esa mirada ausente y a la vez omnisciente. Allí mismo comprendí que mi propio Flandes estuvo siempre ahí, como esos árboles, como su cruz, como su cireneo. Allí mismo comprendí que ese abigarrado desorden, pero ordenado, de las filas de negros nazarenos, no tenían nada que envidiar a las papeleteas de sitio sevillanas. Allí comprendí que ese paso mecido del Jesús de los Descalzos, sin costal ni nada parecido, tenía todo lo especial que es y será, y nada que ver con las chicotás sevillanas. Comprendí que la Semana Santa se había homogeneizado tanto, que todo se había igualado tanto, que lo especial y distinto estaba justo delante de mí, creando mi propia belleza, mi propia fe y mis propios recuerdos.

Tío Alfredo, allí me sentí colmada y me dispuse a escribirte esta carta, único medio que tengo de hablarte y que te dejaré, como siempre hacía, en tu propia calle, detrás de la Catedral, bajo tu propio portón, aún sabiendo que ya no estás allí. Bajo la mirada del Nazareno recordé otra película. Ernest Borgnine, un ateo convencido, interpretó una de las escenas más honestas de la historia del cine. Una escena corta, en la que un atribulado centurión romano, con sobrepeso y cierta edad, cansado de los afanes de la vida, buscó a Jesús de Nazaret en aquella convulsa Jerusalén para el invasor extranjero y para el invadido. Cuando Jesús le preguntó que quería, destocado, con el casco en la mano, sólo le pide su ayuda para su hijo enfermo, porque “no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”, le dijo con esa mirada franca y líquida de Ernest, que comprendió también que la belleza está en los ojos del que mira, los recuerdos en la cabeza del que vive y la fe en el corazón del que ora, es decir, todo dentro de uno mismo, sea en Jerusalén o en Sevilla o en Jaén.