Monseñores del Santo Reino

La antigua corte papal, abolida por Pablo VI, se convirtió en lo que se conoce hoy como la familia pontificia, un nutrido grupo repartido por el mundo que en la provincia tiene también sus miembros

03 feb 2019 / 11:50 H.

Se podría decir que el sumo pontífice de la iglesia católica tiene tres familias: la suya propia (padres, hermanos, abuelos, tíos, sobrinos y demás parientes...); la sagrada institución de la que es cabeza visible como vicario de Cristo en la Tierra, y la pontificia, un bien poblado grupo de eclesiásticos que, gracias a la labor que realizan o el destino que ocupan, gozan de una posición preponderante que, incluso, se evidencia en las vestiduras que utilizan, por mucho que el hábito no haga al monje, como reza el refrán.

Miembros de la Curia, diplomáticos, protonotarios apostólicos, prelados de honor, capellanes de Su Santidad... Monseñores, en definitiva, que a este tratamiento honorífico añaden privilegios tales como poder ubicarse más cerca del Papa en caso de asistir a ceremonias o actos presididos por el Santo Padre: “Prácticamente es una cuestión estética, que permite el uso de la sotana ‘filetata’ —con los ribetes, las costuras y la botonadura de color rubí— y un fajín ceñido a la cintura como el que usan los obispos”, aclara Francisco Juan Martínez Rojas, deán de las catedrales de la capital y de Baeza y que en su calidad de vicario general de la Diócesis posee —mientras ejerce— el tratamiento de monseñor y se atavía conforme a su condición.

Vestidos “de calle”, las diferencias entre cardenales, arzobispos, obispos, protonotarios, prelados de honor, capellanes de Su Santidad... son casi inapreciables si se exceptúa el uso de anillo episcopal y de cruz pectoral por parte de titulares y eméritos de diócesis; pero en traje de ceremonia, la cosa cambia. Verbigracia, solo los protonotarios pueden emular al obispo en el uso del solideo — característico casquete para la cabeza—, rojo si se trata de un príncipe de la Iglesia y morado en el caso de los jefes diocesanos, así como tampoco están autorizados a calarse mitra. Por resumir, a los monseñores se los distingue por la vestidura talar y la faja que la ciñe, prácticamente los únicos distintivos visibles de su ajuar.

Hasta la llegada del cardenal Montini a la silla de Pedro, la Iglesia concedía títulos nobiliarios, condecoraciones y prebendas de las que se beneficiaba un buen número de católicos de todo el mundo, pero su pontificado significó un antes y un después en este aspecto, que menguó, y mucho, la conocida como corte pontificia. Una actitud que, cincuenta años después de la coronación de Pablo VI, su sucesor Francisco retomó con el objetivo de continuar con el adelgazamiento de la lista de distinguidos.

Los títulos de nobleza propiamente dichos, que ya no concede el Vaticano, tenían la singularidad de que eran otorgados a sus titulares con carácter vitalicio, esto es: que se extinguían a la muerte de quien lo ostentaba, salvo contadísimas excepciones en los que se creaban con efectos hereditarios. De aquella potestad, el único vestigio que subsiste a día de hoy se vincula con las órdenes militares, algunos de cuyos aspirantes pueden obtener, por parte de la Iglesia, una suerte de ennoblecimiento que los capacita para recibir el hábito de caballero, como ocurre, por ejemplo, en la antiquísima del Santo Sepulcro: “Tras un largo proceso de selección, el soberano pontífice, como jefe supremo de la orden y del Estado Vaticano, en ‘fons honorum’ concede la nobleza personal supliendo así las posibles diferencias y equiparando a todos los hermanos de hábito”, confirma Eduardo López Aranda, miembro de la institución. Así, el Papa Bergoglio metió la tijera y puso cada vez más difícil eso de añadir al nombre del sacerdote en cuestión un tratamiento honorífico, al dejar apenas un par de títulos disponibles y restringir las prelaturas de honor. De hecho, salvo aquellos que desempeñan su actividad en departamentos específicos, quien no acredite con su DNI que pasa de los sesenta y cinco años, lo tiene más que complicado: “No es que el Santo Padre las aboliera, sino que desde 2014 se reservan a los vicarios generales, para cuando llegan a la jubilación y son ancianos y beneméritos. De todas formas, en el cuerpo diplomático de la Santa Sede el título sigue otorgándose a los consejeros de Nunciatura”, detalla monseñor Fernando Chica Arellano, presbítero mengibareño que desde 2016 es prelado de honor del Papa y, actualmente, su representante permanente ante la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).

Precisamente, la provincia de Jaén aporta a la actual relación de prelados de honor una serie de nombres que, por méritos propios, visten la solemne “filetata”. La mayoría de ellos fueron reconocidos durante los pontificados de San Juan Pablo II y Benedicto XVI, a excepción del propio Chica, que recibió el nombramiento de manos del actual pontífice. De esta manera, son siete sacerdotes jiennenses los premiados con el nombramiento que, en tiempos pasados, los acreditaba como prelados domésticos de Su Santidad o camareros del Papa, viejas denominaciones que, finalmente, han dado lugar a la actual prelatura honorífica.

El chiclanero Domingo Muñoz León es uno de los más veteranos de este grupo. Nacido en 1930, participó en varias sesiones del Concilio Vaticano II y es una autoridad sobre las Sagradas Escrituras. No en vano, domina varias lenguas muertas y ha sido miembro de la Pontificia Comisión Bíblica en Roma, además de firmar más de una docena de libros.

Jesús Moreno Lorente, cazorleño de nacimiento, es otro de los monseñores del Santo Reino. Muchos años párroco de la basílica de San Ildefonso, a diferencia de Muñoz León su nombramiento se debe a su paso por la Vicaría General de la Diócesis de Jaén: “Todos los vicarios generales, una vez que dejan el cargo, son nombrados prelados de honor a petición del obispo”, apostilla Francisco Juan Martínez Rojas. De ahí que el valdepeñero Félix Martínez Cabrera y el tosiriano Manuel Bueno Ortega también vistan fajín de obispo. Todos ellos, además, cuentan con trayectorias plagadas de publicaciones o destacan en los campos de la docencia, la investigación y la defensa del patrimonio.

El santistebeño Rafael Higueras Álamo, además de ocupar el segundo cargo más importante de la curia diocesana, se hizo cargo de la Iglesia jiennense, como administrador apostólico, entre 2004 y 2005, periodo de sede vacante entre el cese del recientemente fallecido arzobispo Santiago García Aracil al frente del Obispado de Jaén y hasta la consagración del burgalés y anteriormente prelado conquense Ramón del Hoyo López como nuevo mitrado del mar de olivos. Higueras, entusiasta postulador de la causa del beato linarense Lolo e investido prelado de honor por disposición de Benedicto XVI, manifiesta al respecto de su posición eclesiástica: “Esta dignidad no ha cambiado en nada mi forma de actuar”, solo “una alegría porque me facilitaba un lugar más cerca del Papa en las audiencias, y añade: “Usé el traje litúrgico de prelado en la toma de posesión. En alguna ocasión, invitado por alguna cofradía, he usado el traje ordinario, sobre la sotana de canónigo, fajín morado”.

La “familia” jiennense del Santo Padre, esa —en la gran mayoría de los casos— remota “parentela” que quienes calzan las sandalias del pescador tienen en cada puerto, se puede considerar “numerosa” si se atiende a que a los cinco monseñores ya citados se suma uno más, Francisco Ponce Gallén, un navero cuyo trabajo en el Tribunal de la Rota lo hizo acreedor a los honores propios de los hombres más “próximos” al sumo pontífice.

Un marqués pontificio en Torredonjimeno
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Si se indaga en la historia más reciente de la provincia de Jaén, el único caso de nobleza concedida por el Papa en el Santo Reino, al menos entre los siglos XIX y XX, lo protagoniza un tosiriano, Antonio José Fernández de Villalta y Uribe, marqués pontificio de Villalta con carácter vitalicio desde 1886 hasta su muerte, en 1921. Nacido en Torredonjimeno en 1837, a lo largo de su vida se dedicó a la política y llegó a ser diputado por Martos y senador del Reino por Jaén. Precisamente en la capital jiennense, su casa — en la popular calle Llana— se convirtió en uno de los puntos de la vida social más frecuentados y, posteriormente, muerto su propietario, en sede de un periódico revolucionario durante la Guerra Civil, de ahí que el poeta Miguel Hernández –lo recuerda una placa en su fachada— viviera unos meses en el edificio, que con el tiempo pasaría a ser propiedad del marquesado de Blanco Hermoso. Fernández de Villalta, además, fue padre político de prohombre Prado y Palacio.