Viva la miga

BUENA DIGESTIÓN. “La novedad reside en cómo visten las mesas. La moda es dejarlas desnudas, mondas y lirondas”

09 oct 2016 / 11:04 H.

Es imposible salir a cenar o solo picar en Madrid, u otra gran ciudad española, sin entrar en algún restaurante de los modernos (cristalerías enormes, mobiliario tan informal como dispar y cartas rebosantes de ensaladas y hamburguesas) o terminar atrapado en las emboscadas de aluminio que tienden las miles de terrazas que, a la manera de nidos de ametralladoras, te acechan en la ciudad.

El español vivió siempre en la calle y las tabernas, y ahora más que nunca. Ocurre que el bar, el mesón, la tasca, el chiscón y los rescoldos de ventas mueren; descarnan sus paredes, vuelan las añejas barras de los años setenta y más atrás, y se exhiben las cocinas y sus impolutos pinches como señal higiénica de distinción. Todo es trasparencia e Internet; miles de muchachas y chicos se lanzan a hablar español para llevarse unos euros seguidos muy de cerca por los ojos y la voz de vigilantes quinéticos y envarados que, en ocasiones, parecen los señores del tam-tam del barco de galeotes.

En estas salas, algunas enormes y mínimas la mayoría, aunque todas ellas incómodas, se cuelan el ruido y el estrés urbanos como el humo y la suciedad abraza a las terrazas a modo de enredaderas de nuestro tiempo. Un viernes cualquiera a las nueve de la noche pudieran parecer inocentes y placenteros lugares para comer y compartir, vamos, como si hubieran copiado la calma de los Starbucks (lugares que también se agotan), pero pasadas las diez aquello es un correteo de grupos humanos arrebatados tras las ensaladas, los tartares y la cerveza. Y cuando las once de la noche han dado, son enormes pelotones humeantes de criaturas desatadas en conversaciones desbordadas y risas histriónicas.

Hace dos o tres años, cuando amanecieron estos locales, parecían incluso originales, o acaso lo fueron en realidad, pero tuvieron la desgracia de caer en gracia y concluir siendo un éxito. A partir de entonces se inicia su copia sistemática, se les clona y exporta hacia todos lados y su originalidad acaba siendo triturada como el patrón de pantalón de éxito que explotó Zara o la televisión que mutó toda en basura tras el éxito de Gran Hermano.

En estos lugares se engulle siempre lo mismo con independencia de cómo llamen al plato, postre o combinado. Al igual que no hay carta de vinos en España en la que no aparezca el Cune, en estos no puede faltar el rulo de queso de cabra (o lo que quiera que sea ese engrudo blanquecino que llega con trazas de suero). Y muchos más: ensalada de quinoa con langostinos y tomates aliñados; tartar de salmón con aguacate y...; tartar de atún picante, salsa de...; tacos fritos de pollo; quesadillas de...; rollitos de verdura; hamburguesaaaasss...

Pero la gran novedad reside en cómo visten las mesas. La moda es dejarlas desnudas, mondas y lirondas. Lo normal es que la tabla que te espera en reserva aparezca tachonada por dos, cuatro, seis vasos de vidrio tosco, un manojito de supuestas flores allí pinchado en una latilla, maceterillo, corcho o cartón escoltado por sendos botes de salsa, uno de ellos de kétchup siempre. Uno espera que al sentarse esa camarera sonriente, que es checa y erasmus, coloque los mantelillos de plástico calado (chinos o vietnamitas de 1,20 la media docena) para disimular las migas y ocultar en parte la superficie desvaída de la mesa de contrachapado o rejilla metálica a punto del óxido. Pero no, lo que mola ahora es comer sobre la misma mesa; adiós hules, good bye manteles, a rivederchi plastiquillos graciosos.

En las últimas fechas, esas alambradas de restaurante y terrazas que te aprisionan en la ciudad me han retenido en algunos de estos establecimientos donde se muerde el polvo de la novísima modernidad tramposa. Recuerdo el restaurante El Columpio (Caracas, 10), un enorme salón en el que conviven las rabas más ricas con el mejor ruido del momento, o Dinamo (Trafalgar, 7) copia de esta moda plato a plato, mirada a mirada; y el Pim Pam (Sandoval 15). En este local, recién abierto y con unos dueños dispuestos a agradar, ocurrió que al acabar un interminable tratar de cecina de vaca descubrimos que las migas de pan habían invadido la totalidad de la mesas de contrachapado dibujando una pequeña marabunta de larvas blanquecinas e inertes. Ni en los mesones más turbios de la España de los sesenta y setenta se vieron tales esturreos. Entonces, acaso porque el pan era de verdad, la miga era más discreta. Ya conocemos otra industria que ha entrado en crisis: las lavanderías industriales.