Vivir la trashumancia

Nada más jubilarse, el jiennense Miguel Mesa Molinos apostó por cumplir algunos de sus deseos más acariciados, entre los que se encontraba la singular aventura de acompañar al ganado en su búsqueda estacional de nuevos pastos

22 oct 2017 / 11:21 H.

Se llama a sí mismo “aprendiz de pastor”, pero la verdad es que suacumula ya suficiente experiencia como para ejercer tan bíblica tarea con la soltura de quien ha vivido siempre cerca de las majadas y los rediles. Y es que el jiennense Miguel Mesa Molinos, nada más jubilarse, en 2014, tenía claro que el tiempo del que dispondría a partir de esa última jornada laboral era un fértil campo de labranza más que propicio para cultivar los deseos que el trabajo le había impedido regar suficientemente a lo largo de su vida profesional como ingeniero técnico industrial.

Entre sus anhelos, realizar el Camino de Santiago como lo hicieron los primeros peregrinos —que llevó a cabo por la conocida como ruta de invierno— y hacer la trashumancia desde los campos de Hernán Pelea hacia Sierra Morena, que ha consumado ya en dos ocasiones, además de la llamada paridera, una suerte de periplo “intermedio”.

Dos años tardó Miguel Mesa Molinos en convertir en realidad, por vez primera, ese peculiar sueño suyo de vivir en carne propia lo que los guías del ganado experimentan, prácticamente sin variaciones, desde hace siglos. No en vano, esta práctica se remonta al periodo previo a la romanización peninsular, época a partir de la cual ha generado un acervo cultural que se extiende al vocabulario, la gastronomía, la artesanía, la arquitectura y las artes, principalmente la música, entre otros campos.

La ilusión comenzó a encarnarse en posibilidad gracias a su amistad con un pastor de Segura de la Sierra, Eusebio Chinchilla Chinchilla, que lo puso en contacto con los hermanos Daniel, José Carlos y Domingo García Rico, de la aldea de La Matea y más conocidos por los “Carlillos”. Dicho y hecho: “Me acogieron en su casa como uno más desde el primer momento”, dice. Así empezó todo, en el mes de noviembre del pasado 2016.

Siete etapas, por diferentes veredas, conformaron el camino desde el cortijo de la Loma de la paja —en el término municipal de Santiago de la Espada— hasta el cerro de la Matea, de ahí al Castillico para llegar a Hoya Morena y, desde allí, alcanzar las Cumbres de Beas y salir hacia El Cornicabrar para concluir en Santisteban del Puerto, ya en la comarca del Condado. Un duro viaje de alrededor de cien kilómetros, con flagelantes desniveles y alturas de vértigo que, como la Ruta Jacobea, tiene también mucho de iniciático.

El “equipaje”: unas dos mil ovejas, algunas cabras, cuatro perros carea —Moro, Lince, Laixa y Tina—, dos mastines —Palomo y Rambo— y una bodeguera, llamada India, además de dos caballos, un vehículo y las provisiones necesarias para que las fatigas propias de la trashumancia no se ceben con el estómago.

Se trataba de trasladar el ganado de un territorio a otro, desde las dehesas donde pastan durante el verano hasta las que ocuparían todo el invierno, un “plan” solo apto, “a priori”, para “robinsones” dispuestos a pasar de las comodidades propias de la vida doméstica en la ciudad a las carencias tecnológicas y mecánicas del campo abierto; visto de otro modo, toda una oportunidad de reencontrarse con el terruño y disfrutar de la naturaleza hasta convertirse en parte de su paisaje.

Miguel Mesa aprendió mucho: “Los pastores son gente de gran calidad humana, con grandes conocimientos acerca de su trabajo”. Y este “aprendiz”, al inicio mismo del itinerario, abrió los ojos y los oídos para empaparse de ello sin perder detalle; “sin molestar”, asegura: “Me dijeron que las ovejas son lo primero”. Y lo comprobó.

Desde el primer día se maravilló con la habilidad de los Carlillos a la hora de manejar la situación: la recogida de los “hatos” —grupos de ovejas— para juntarlos en uno solo, con la dificultad que esta tarea entraña y la ayuda inestimable de los perros; la manera de contarlos en cuestión de segundos sin errar, pese a la gran cantidad de cabezas existente; o en el apartado, consistente en agrupar a los animales a partir de unos criterios concretos —los que parirán en enero, los que lo harán en marzo...—. Diez días, entre el punto de partida y el de llegada, que marcaron la memoria y la exitencia de su protagonista, que valora la experiencia como un ejercicio de enriquecimiento mutuo de impagable valor: “Yo aprendía con todo lo que ellos me enseñaban y, a la vez, les aportaba de lo que yo mejor sabía”. Lejos de arrugarse ante el esfuerzo que supone una labor propia de gentes acostumbradas a su dureza, Mesa Molinos repitió, y ya tiene en mente una próxima cita, este próximo mes de noviembre, con la trashumancia un año después de aquel inolvidable “debut” en las tierras de Segura que lo condujo, como un pastor más, hasta los pastos santistebeños.

Perros “profesionales”
idcon=12998406;order=17

Tres tipos de perros participan en la trashumancia, cada uno con distinta labor según su naturaleza. Los carea, austeros y fuertes, están siempre atentos y aprenden con facilidad. Son ágiles y se encargan de evitar la dispersión del rebaño. Los mastines, por su parte, de mayor tamaño, son leales y cuidan del ganado principalmente ante el posible ataque de los lobos. Son una de las razas tradicionales de las tareas pastoriles. Por último, el perro bodeguero andaluz, mediano y atlético, hace honor al origen etimológico de su nombre, que proviene del municipio gaditano de Jerez, donde se encargaba de capturar ratones en las bodegas.

Identificación

Otro de los aprendizajes que se llevó Miguel Mesa fue el método de identificación de las ovejas, que en el caso de las segureñas es de tres tipos: el primero incluye la marca auricular —un crotal amarillo en la oreja derecha, con el código de identificación de la oveja—y el bolo ruminal —pieza cilíndrica u ovalada dentro de un chip; el segundo es el tatuaje, compuesto por siglas y guarismos, en la cara interna de la oreja, que se repiten en un collar, y, por último, un sistema propio de cada ganadero a base de impresiones a tinta a partir de un sistema de herraje, que se coloca en el cuerpo del animal, además de incisiones en la oreja.

El rabo y la estética
idcon=12998425;order=22

Al protagonista del reportaje le extrañó ver que las ovejas no tenían rabo, “sino una especia de muñón”, por lo que creyó que era un elemento congénito a estos animales. Sin embargo, los pastores con los que hizo la trashumancia le aclaron que el conocido como raboteo es una práctica universal consistente en la amputación de dicho apéndice. Estéticamente se realiza para evitar la mala impresión de los ejemplares adultos con cola larga, que acumula suciedad, además de que se les engancha en los arbustos, dificultando así su normal discurrir por los territorios que atraviesan camino de los pastos.

Sistema superviviente

Las labores de trashumancia sobreviven al paso del tiempo gracias a su práctica, a día de hoy, por algunos pastores. Su decadencia comenzó en los lejanos tiempos de la Reconquista, si bien pervivió, con altos y bajos, durante muchos siglos. Fue a partir del XIX cuando, con la implantanción del ferrocarril, los animales comenzaron a trasladarse en vagones, con la consecuente pérdida de vigor de este sistema. Su desaparición como práctica habitual derivó, desde mediados del siglo XX, en su conversión en sistema de gran interés etnográfico, que ha posibilitado la conservación de las cañadas propias de la trashumancia.