“Zapatero a tus zapatos, literato a tus lexemas”

El autor realiza su particular homenaje a un hombre que dedicó su vida a la enseñanza. José Ramírez López formó a jóvenes en el colegio Maristas y deja un gran recuerdo en todos ellos

07 ene 2018 / 11:21 H.

H ay veces en que las fiestas se tornan trágicas y, cuando esto ocurre, el sabor que queda es agridulce. Esta sensación es la que experimentaba, en el torneo navideño, al enterarme, de la muerte de uno de mis profesores de Maristas. Es típico que cuando alguien se va, quienes le conocían, se reúnan para recordarle una última vez, siempre póstuma. Supongo que eso es lo que me ha llevado a mí a la reflexión. Y es que cuando no es el orgullo lo que nos impide agradecer lo que han hecho por nosotros, es la pereza, y si no, es nuestra propia estupidez la que aún no nos ha hecho darnos cuenta de ello. En mi caso, la segunda. Así que, aunque llegue tarde al primero, espero no hacerlo con los demás. Cinco profesores han sido los que más han marcado mi personalidad y de los que más he aprendido. Todos, de mi etapa del colegio. Y, uno de ellos, era José Ramírez López.

Es difícil encarar la primera clase de un profesor del que has oído que te va a doler la muñeca de copiar. Arduo, también, hacerse al tono distante e inalterable de su voz, que no era más que el reflejo del océano de su sabiduría, abrumador para el grumete, desafiante para el marino. Como siempre habladurías. Cierto era que llenaba las clases de palabras, ejemplos y contextualizaciones, ¡o divagando si era necesario! Los de muñeca ágil le seguían el ritmo y, aunque exhaustos, como todos, eran quienes siempre protestaban. La respuesta, supongo que oficiosa tras tantos años, pero igualmente elegante, justificaba la preparación para manuscribir rápido en la universidad. Aunque también le escuché alguna otra vez, que si transcribíamos sus comas, la culpa era nuestra. Juzgad vosotros cuál era la de mediocres y la de sobresalientes.

Otro episodio llamativo viene a mi memoria cuando nos presentó a los hermanos Machado; ambos hacían memoria de su niñez con poemas: Manuel con “Retrato”, “Autorretrato” fue el de Antonio. El ejercicio era tan simple como leerlos y dejar constancia de las diferencias y similitudes por escrito. Al día siguiente, una solitaria mano levantada respondía al deber hecho. Tras la exposición y corrección oral propias, José, derrotado y decepcionado por una nueva promoción, carraspeó y dijo “vamos a copiar, que es lo vuestro”. No iba, para nada, desencaminado.

Viene ahora una contraposición de ideas, cuya semilla cala hondo en las fértiles mentes juveniles, pero que sólo el abono continuado de la lectura haría germinar. Es el caso de las dos últimas páginas de los libros de texto de Lengua y Literatura de Edelvives, cabecera de los Maristas por aquella época. Estas siempre trataban de la literatura en otras lenguas de España: gallega, vasca, catalana y valenciana. Os presento a Manuel Morales, el otro profesor que teníamos, que se alternaba con José: año uno, año otro. Con la máxima del mínimo esfuerzo, los alumnos aplaudían la medida de Manuel: que esas páginas las estudiaran los catalanes, los gallegos o quienes fueran. Imaginad la impopularidad de José al responder, cuando un avispadillo, preguntaba al año siguiente si eso se estudiaba, que rechazando eso como común, no hacíamos más que reafirmar ese sentimiento de singularidad. Siendo sincero, el alcance de aquella idea tardaría aún unos años en aflorar en mí. No voy a decir que haya sido el mejor alumno, porque mentiría, para eso hay que ser sumiso. Y mucho. Pero sí que tenía ideas impropias para mi edad y las defendía. Una de ellas era la perplejidad que me provocaba que la Literatura no se aprendiera leyendo, sino memorizando listas de adjetivos con la forma de escribir de los distintos autores. ¡No os cuento ya el hecho de memorizar preposiciones o morfemas! En fin... Como no hay lluvia sin agua, tampoco hay adolescencia sin rebeldía; y, mi manera de protestar, era prepararme sólo la parte de Literatura. Sí, es lo que pensáis, nunca puntué más de un cinco en los exámenes. Pero también es evidente que había alguien que me lo permitía, con tan sólo unas décimas menos, seguramente hubiese terminado pasando por el aro para no ser habitual de las recuperaciones estivales.

Al maestro es el oficio el que le da el nombre, mientras que, al profesor, la profesión. Y como ya vengo insinuando, José Ramírez López era un maestro. Con hechura para manejar a los hijos de las cambiantes leyes educativas, y con clase para enseñar como quería. Para los que el cielo no es más que otra patraña para alienante, seguirás vivo en nuestra memoria y, queriendo compartir lo que aprendí con otros, te da las gracias este insurrecto aprendiz que echará de menos tu coraje.