A la luz de las hogueras

05 feb 2019 / 12:22 H.

En este día frío en el que mi vida se apaga me vienen recuerdos de otro día frío, pero alegre, muchas lunas atrás, en el que celebrábamos en el Santuario de la Diosa en la ciudad amiga de Auringis, la fiesta de las hogueras, en la que cada zona de la ciudad erigía su propia fogata para quemar simbólicamente todo lo malo que nos había ocurrido en aquel año, y hacíamos carreras a la luz de las antorchas y danzábamos unidos alrededor del fuego, y compartíamos flores de maíz tostado y calabazas asadas, y cada zona rivalizaba con la comunidad vecina por ver qué fuego era más vistoso y qué fiesta era más alegre. Y la nuestra era una celebración maravillosa, hasta que ocurrió algo. Porque esa noche, a la luz del fuego redentor, contemplé por vez primera el rostro de aquel que trajo el fuego destructor hasta nuestras vidas. Mi padre, el rey, había decidido entregarme en matrimonio al recién llegado, que era desconocido para mí, aunque había oído antes su nombre, que significaba para todos nosotros fuerza y devastación. En aquellos días los pueblos íberos habíamos sido invitados forzosos de una fiesta de sangre y de fuego. Los grandes ejércitos procedentes de un lado y de otro del mar, eran dos espadas a punto de chocar. Y nosotros estábamos en medio de esos dos metales furiosos. Y teníamos que tomar partido, y mi padre el rey Mucro de Cástulo se alió con el cartaginés, con Aníbal, con el general al que tuve que unirme en sagrado vínculo, con el hombre con el que tuve que yacer para sellar un pacto territorial. Y después le di un hijo, a él que había arrebatado tantos hijos a mi pueblo convirtiéndoles en punta de lanza de la guerra contra sus enemigos los romanos, los otros extranjeros que llegaron a esta tierra íbera para convertirla en teatro de sus masacres. Nosotros no éramos público de aquel drama, sino actores y actrices forzados a sentir la tragedia en nuestras carnes. Y desde entonces yo era un personaje fijo en esta obra, la Princesa Himilce, la esposa íbera de Aníbal el gran protagonista del drama de dos pueblos enfrentados con tanta fiereza, que al final de su lucha tan solo uno de los dos pueblos podría pervivir y el otro desaparecería para siempre. Pero un día, él partió, montado en una de aquellas bestias inmensas como un templo bamboleante, que hacían temblar el suelo a su paso. Y se llevó consigo el escenario de la guerra, librándonos de las masacres. Nos dejó en paz. Y sin embargo, su ausencia me entristece. Pero él no podía permanecer a mi lado, quería llevar el fuego hasta Roma, sus lanzas y sus espadas eran antorchas de hierro con las que deseaba prender la destrucción en los mismísimos palacios de sus enemigos. Confiaba en que sus bestias gigantes serían capaces de atravesar montañas más altas que el sol, que se interponían en su camino. Y que el fuego de la guerra no lo apagarían las cumbres nevadas ni los vientos helados que encontraría a su paso. Pero todo eso es pasado. Ahora el fuego de mi vida se apaga. De mi antigua vitalidad apenas quedan sino cenizas, y un resplandor, una llama se resiste a desaparecer y arde por el deseo que aún conservo de que llegue un día no muy lejano en el que las gentes de esta tierra, liberadas de guerras destructoras, puedan danzar unidas, mientras lanzan el odio y la crueldad de las guerras para que ardan, en la noche fría, a la luz de las hogueras.