Al final, solo sobreviven...

13 mar 2018 / 09:07 H.

Llego a la conclusión de que el derecho internacional, representado por un juez inmisericorde, deja mucho que desear, o es que simplemente no existe al no estar dotado de un poder coactivo con fuerza para obligar a cumplir con los compromisos y acuerdos que se adopten en las sesiones de la Asamblea General. Y por esa razón, el mundo anda a la deriva, rigiéndose por un principio de enemistad y ambición que nos conduce a la confrontación. Con el tiempo, he ido entendiendo la razón de algunos porqués que se repiten sin cesar en forma circular, y cuya única finalidad es desmontar cualquier argumento positivo con la intención de que nada cambie:

A nivel nacional, qué sentido tiene que gobiernos democráticos elegidos por sufragio universal modifiquen unilateralmente la Constitución y la Ley de Enjuiciamiento Criminal y se enfrenten a fiscales y jueces alegando razones injustificadas. Dificultan la ardua labor de estos al no asignarles los medios necesarios que permitirían el correcto cumplimiento de un Ordenamiento jurídico que vela por que no se perjudiquen los intereses de ciudadanos que con sus votos los pusieron ahí. A nivel internacional, qué sentido tiene que un organismo con setenta años de vida como la ONU, la mayor organización internacional que existe, la que vela por el orden y la paz en el mundo, esté condicionado por el veto de cinco países que tienen como único objetivo librarse de resoluciones perjudiciales para sus intereses. No es de extrañar que se olviden de que son ellos los causantes de que en el mundo no haya paz.

Qué sentido tiene que se destinen millones y millones a un organismo cuya efectividad como mínimo resulta sospechosa de valer únicamente para garantizar la resolución si acaso de pequeños conflictos que no se corresponden con asuntos importantes como la labor humanitaria que debería administrar de otra forma más efectiva para potenciar con ello el desarrollo de países pobres y la erradicación de la pobreza. Qué sentido tiene protestar por algo que no justifica su existencia en función de los resultados de un puñado de países que con una actitud arrogante y poco solidaria demuestran como mínimo su amoralidad. Eluden hablar del hambre, las guerras y la creciente desigualdad, extendida como un mal social a una gran parte de la población mundial.

Después de todo, si hubiese una guerra mundial, alguien ha tenido a bien preguntarse quienes sobrevivirían. Acaso puedo pensar y creerme que un organismo como Naciones Unidas, salvaguarda en exclusiva el respeto que se tienen quienes más temen su autodestrucción, y no haya consolidado tras siete décadas, el derecho ineludible del hombre libre a tener esperanzas.

Hago referencia a un aforismo conciso y coherente: “Ayudar al que lo necesita no solo es parte del deber, sino de la felicidad”. Mientras, la inseguridad crece por días en aquellos países que ante las dificultades solo sienten desamparo. Se extienden por el mundo nuevas amenazas en forma de terrorismo, peligrosas armas biológicas y químicas, degradación del medio ambiente y proliferación de armas nucleares, todas causan para nuestro desconsuelo, la liquidación sistemática de disposiciones que hablan de paz, de seguridad, de cooperación internacional y de la aplicación sin reservas de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.