Alameda de mi infancia

03 may 2017 / 11:41 H.

A pesar de la injusta hambruna de la posguerra, el porvenir más negro que las cejas de un carbonero, mi infancia no la cambio por nada. Intentábamos ser felices los niños en los bancos de la Alameda a las damas, cuyas fichas eran huesos de revientaperro (el fruto seco del cinamomo), y pequeñas piedrecillas que poníamos en los cuadros dameros del banco. Las sonorosa campana del convento de las Bernardas tañía sus alados bronces convocadores de rezos, marcando la hora del tiempo que se la llevaba el aire quién sabe a qué remoto lugar inalcanzable a las manos. Mazzantini nos vendía aquellos primeros cigarrillos de matalahúva, que fumábamos escondidos de los mayores por temor al inevitable pescozón. La luna llena, a modo de gran plato de arroz con leche, alumbraba a los enamorados que se besaban y se prometían un mañana rodeado de niños nacidos del amor. Los vecinos de las cuatro casas, blancas como palomas del portillo, sentados en sillas de anea, hablaban de sus cosas, de sus inquietudes diarias, de los alimentos de la cartilla de racionamiento. El ayer es una nebulosa que sigue brillando, y se resiste a morir en el olvido de la nada.