Angelitos negros

11 jun 2016 / 10:33 H.

Cassius Clay fue vanguardia. Como persona y como boxeador. Irrumpió en los cuadriláteros coincidiendo con un momento en el que el teatro del absurdo triunfaba en Europa y en Norteamérica. Con Ionesco, Beckett, Jarry. O con alguna de las primeras piezas afiladísimas —aunque no del absurdo— de Pinter, aquel transgresor de escritura sublime. Porque en la trayectoria de Cassius Clay siempre hubo algo de teatro del absurdo, un arte que se caracterizó por mostrar la realidad desde la irrealidad, por reflejar el revés de las cosas. Clay fue un predicador de la paz, pero lo hacía mientras se batía a puñetazos sobre un ring. En definitiva, pudo ser uno de los personajes de ‘Esperando a Godot’, de Samuel Beckett, que dedicaron su vida a esperar sabiendo que nunca llegaría nadie.

Clay se negó a ir a la guerra de Vietnam con el argumento de que ningún vietcong lo había llamado nunca “negrata” y de que no tenía nada contra ellos. Y esa decisión tuvo para él unas durísimas consecuencias. Esa rebeldía se entiende ahora pero se castigaba con fiereza entonces. Lo condenaron a cinco años de cárcel, que no cumplió, pero le prohibieron subir a un cuadrilátero en cuatro años, y ahí perdió lo mejor de su vida deportiva: cuando volvió ya no era el mismo.

Su boxeo fue una forma de perfección. Clay era rapidísimo, tenía una agilidad inusual en un peso pesado, en el juego de piernas, en ese trote en torno al contrario, y en la fugacidad con la que sacaba el guante de manera demoledora. Casi no vi boxear a Clay. Pero tuve la información de sus combates a través de las crónicas de Fernando Vadillo en el diario “As”. Aquellas crónicas desprendían el olor a sudor de los púgiles, el vocerío del público, el aroma del perfume de la rubia de Hitchcock pero sin Hitchcock que estaba sentada en la primera fila. Fernando Vadillo no escribía crónicas deportivas, sino capítulos de novela negra. Los combates de Clay fueron también contra el racismo y por la igualdad. Clay reivindicó, y tuvo que hacerlo a puñetazos sobre un ring, los derechos de los negros en una sociedad, la norteamericana, que aún los marginaba de manera cruel. Tal vez por eso Clay gritó en la previa de un combate: “Soy guapo”. Martin Luther King, amigo suyo, lo acompañó en numerosas veladas. Porque los argumentos que Clay reivindicaba públicamente con orgullo y, a veces, con cierta arrogancia, eran acallados en ese tiempo en Estados Unidos a balazos.

Fue un valiente. A Muhammad Ali se le recordará por su ubicación en la vanguardia de sus tiempos, y por ser un hombre valiente, como un Capitán Alatriste de la realidad. Llevó algún combate al límite de su propia muerte, como el disputado el 1 de octubre de 1975 contra Joe Frazier en Filipinas bajo un calor infernal y recibiendo golpes terribles. Ganó Alí porque Frazier no compareció en el último asalto: él también estaba a punto de morir. O su larguísimo combate contra el Parkinson, que lo deterioró poco a poco desde 1988 y finalmente acabó con su resistencia de campeón el pasado tres de junio. Se ha dicho que los grandes púgiles mueren por entregas.

Tuvo amistad con los Beatles. Y tal vez Cassius Clay solo fue consciente de su supremacía sobre un cuadrilátero, pero viajó en aquel submarino amarillo que avanzaba hacia un tiempo nuevo, porque, en lo que pudo, Muhammad Ali contribuyó a favor de todas las utopías de su tiempo, sobretodo la de cambiar la vida.