Aparato reproductor

06 mar 2017 / 10:46 H.

A los de la EGB nunca nos hablaron de sexo en clase. Todo lo que se refería al bajo vientre no existía. Que yo recuerde, lo más parecido a una educación sexual que recibí fueron unas fotocopias en blanco y negro repartidas entre risitas por dos niñas, mientras la profesora más moderna del colegio, que fumaba en los recreos, escribía con tizas de colores en la pizarra: El aparato reproductor. Una de las fotocopias dejaba entrever un pito abatido —porque todavía no decíamos pene— dibujado por dentro como a través de rayos x. Daba un poco de repelús saber que un hombre podía tener en sus entrañas todos aquellos tubos, conductos y sacos de nombres impronunciables que, para mayor vergüenza, te podían caer en el examen. Más misterioso era el otro folio. El interior de la mujer estaba formado por una masa informe con huevos microscópicos, trompas, ligamentos y algo que llamaban labios, evidentemente por no decir la palabrota que todas callábamos. Sabíamos muy poco unas de otros y de nosotras mismas. Pero qué íbamos a saber si hasta la Ley de Educación de 1970 no estaba permitida la educación compartida. Incluso cuando había niños y niñas juntos en clase, no se podía hablar de coeducación sino de “escuela mixta” pues lo último que se pretendía era que niños y niñas desarrollaran su personalidad en igualdad de condiciones y oportunidades, eliminando los estereotipos y sesgos sexistas. Por eso, cuando el otro día vi que el autobús de la plataforma “Hazte Oír” exhibía con letras bien grandes la consigna que rezaba: “Los niños tienen pene. Las niñas tienen vulva”. “Que no te engañen”, pensé que esos ultras tenían un fondo de simpleza muy parecido al de aquella clase sobre el aparato reproductor. Pero la calle no es una clase de Conocimiento del Medio para niños de EGB, aunque algunos sueñen con volver a las postrimerías del Franquismo. Hay algo retorcido en ese autobús que daña. Daña porque va contra los niños y niñas transexuales, y daña porque niega la diversidad y la otredad. Esa otredad que fascinó a Octavio Paz, en aquel poema, “Los otros todos que nosotros somos”. A menudo solemos pensar que somos únicos, y es verdad que lo somos, pero en relación con otros. La suma de unicidades nos hace diversos, también en el género. Es difícil capturar en palabras la verdad esencial de una persona y más aún clasificar esa verdad, pero como sociedad hemos hecho el esfuerzo de compartirla y sacarla a la luz. Así, quieran o no quieran algunos, la realidad es que hay personas que se definen como mujer o como hombre aunque sus partes genitales no concuerden con su imagen. Hay otras que nacen en un cuerpo al que siente que no pertenecen. Las hay que nacen con ambos genitales, ya estén formados completamente o uno más desarrollado del otro. Y están las personas que se visten de mujer o de hombre por cuestión de entretenimiento y no como una preferencia. Todo ello, con independencia de si sostienen relaciones, tanto sexuales como emocionales, con personas del sexo opuesto o del mismo sexo, con personas de ambos sexos, o no se tiene relaciones sexuales ni emocionales. Y esto es una realidad. No es fruto de la vida moderna, ni del adoctrinamiento sexual, ni de la dictadura gay, ni de las feminazis. Esta diversidad, este batiburrillo de géneros existe de toda la vida de Dios, aunque nos genere esa sensación de extrañeza que supone tomar conciencia de nuestra propia individualidad y aunque nos obligue a preguntarnos: Si yo soy de un cierto género, ¿Seré todavía considerado como parte de lo humano? ¿Se expandirá lo humano para incluirme a mí en su espacio? Si deseo de una cierta manera ¿Habrá un lugar para mi vida y será reconocible para los demás, de los cuales depende mi existencia social? Porque sin mis opciones son repugnantes para las normas sociales, entonces permanecer oculto tiene sus ventajas. Esta es la razón de que ese autobús haga tanto daño; que, si por ellos fuera, nuestros hijos “diferentes” permanecerían ocultos. No, que no nos engañen. No todo es pene o vulva, hombre o mujer, día o noche, blanco o negro. Somos de colores; de los colores del arco iris.