Un disfraz de pajaritas

19 jun 2016 / 21:16 H.

Hay un libro que me fascina desde que lo leyera en una pequeña adaptación para aprender idiomas en la academia de inglés. Éste no es otro que el retrato de Dorian Gray, del genial y deslenguado Oscar Wilde. En él se presenta a dos personajes que siempre me han intrigado: el hedonista Lord Henry y el vanidoso Dorian, el cual queda prendado por las palabras y el estilo de vida del primero. En la novela, Dorian, se entrega completamente al placer, pecando si es necesario, pero manteniendo su rostro angelical y juvenil, intacto, siendo, en su lugar, un retrato suyo el que envejece y asume las consecuencias de los actos. Magníficamente nos es mostrado el paralelismo del alma de la sociedad victoriana inglesa, llena de prejuicios en las decorosas iglesias y de lujuria en las desmesuradas fiestas. Lázaro es otro que ya nos enseñó cómo funcionaba el mundo en el otrora todopoderoso imperio español: capa y jubón limpios acompañando a la sonrisa del hidalgo por la mañana, hambre y limosna para el ingenuo escudero, hasta la noche.

Nuestra sociedad también se rige por unas normas. Normas que implican respeto y tolerancia en su mayoría, pero también hay tradición y folclore, siendo éstos los verdaderamente encargados de dictar protocolo y prejuicios. Este protocolo, como las buenas plagas, no ha hecho más que facilitar la proliferación de malas hierbas en una cosecha. En este caso la epidemia es el márquetin. Desde pequeños vamos a una tienda de disfraces, donde compramos una máscara con la que no mostrar las verdaderas intenciones, una coraza que nos proteja de los demás y un cuchillo afilado , a ser posible, con veneno en la punta, para, en caso de tener que apuñalar, que la herida sea fatal. Así es nuestro personaje, lo que queremos que vean de nosotros, adaptable a una primera cita, una entrevista de trabajo, una rueda de prensa televisiva o un botellón. Así es cómo se asciende en las sociedades modernas: sin piedad, sin remordimientos, sin lealtad, pero sobre todo, con buenos estilistas detrás. Aunque, si a día de hoy seguimos indecisos, echándole un rápido vistazo al catálogo de ventas, siempre podremos confiar en el popular disfraz de cordero.

El protocolo dice que no llevemos tatuajes, y en caso de llevarlos, que no se vean; el márquetin, que en tu casa seas amo y señor, pero que nunca salgas de casa sin la careta; la etiqueta, que adorno al cuello ellos, tacón y vestido ellas; y la televisión, que da igual todo lo anterior si generamos dinero. ¿Y el sentido común, qué nos dice? ¿Está menos facultada una médico con un tatuaje de Hannah Montana en la espalda? ¿Tiene menos lucidez un ingeniero con las orejas perforadas? ¿Quién es más ladrón, el que roba tres ceros casa por casa o el que saquea miles con un botón? Está claro que el primero, porque cuando los veamos por televisión, uno no llevará máscara, mientras que el otro, no sólo irá disfrazado, si no que estará respaldado por todos los que han hecho lo mismo. La clave, como solía decir Barney Stinson, es ponerse traje.

Y así fue como llegó el ansiado día, expectativas de cambio, ilusión por lo nuevo y una mirada. Una mirada del pasado, que, escéptica mira con desprecio cómo se produce un relevo generacional y clasista. Cómo entran indeseables invitados a un club privado con normas propias. Cómo hay que repartir el pastel en más porciones. Una mirada que esconde un alzamiento de barbilla de lo fuimos. Pero esa mirada, altiva y condescendiente, en realidad, encubre miedo. Miedo al humo que seremos. Miedo a no estar invitados a la siguiente fiesta. Miedo a que se descubra, que en realidad, el pastel nunca se repartió en la Cámara Baja.