Cargar la suerte

04 may 2017 / 11:09 H.

En política hay épocas en las que nadie debería ponerse de perfil. La transición no se hubiese producido sin el paso al frente de muchos españoles que veían la necesidad de un cambio de sistema de convivencia. Cada uno lo hizo a su manera, pero desde su propio convencimiento. Estamos en un fin de ciclo. Son tiempos de cambios tecnológicos, económicos, políticos, de estrategia internacional... Incluso los ámbitos de poder que influyen en nuestras vidas han cambiado mucho ya. Los llamados mercados y los famosos lobbyes, asumidos como poderes estructurales, tienen cogidos por los mismísimos a los estados. La Unión Europea no termina de cuajar social y políticamente, y el reparto autonómico ha tenido sus ventajas pero a la vez ha generado efectos tan perversos como las injusticias territoriales, duplicidades e ineficiencias en la gestión, y lo que es peor, un desmadre financiero plagado de casos de corrupción envueltos en victimismos calculados y banderas secesionistas. La partitocracia gobernante llevó a controlar desde sus sedes toda la actividad política de las instituciones, castrando la iniciativa que a cada una de ellas le correspondía y haciendo de sus responsables una especie de corresponsales políticos a su servicio. No es extraño que cuando se hablaba de un alcalde, los medios incidiesen más en la militancia política donde “servía” que en su elevada condición de representante de todo un pueblo. Y salvo honrosísimas excepciones, que por suerte cada vez se hacen más visibles, la norma y el deseo de los jefes de filas es que los cargos públicos acaben siendo una especie de funcionarios del partido. Dicho lo de funcionarios en el mal sentido del término. Porque esa es otra. En lugar de hacer una administración fuerte, con funcionarios cualificados, legalmente seleccionados, profesionales e independientes, se ha ido sustituyendo por estructuras paralelas en las que los criterios de selección y de decisión también se elaboran desde las sedes de los partidos. Una administración fuerte, con personal independiente es lo que hace a un Estado fuerte. Porque un Estado fuerte no es que sea compatible con el libre mercado, es que es imprescindible para que el libre mercado no se convierta en el mercado del abuso. Las connivencias entre las grandes fuerzas políticas y con las grandes corporaciones económicas, intercambiándose directivos según la conveniencia de la elite dominante son ya descaradamente escandalosas. Y, en general, los nobles valores compartidos que deben presidir la vida pública fueron sustituidos por otros más prosaicos y onerosos. Los partidos pasaron de ser instrumentos al servicio de la sociedad a convertirse en un fin en sí mismos, y la lealtad de los afiliados a sus principios era menos valorada que la sumisión incuestionable a sus dirigentes.

Y una vez tocado el fondo de la crisis económica, —negada por unos—, y de la crisis moral, —negada por otros—, toca ahora recomponer la situación. Habrá quien piense que no hay nada que arreglar porque todo va bien o que hay que derribarlo todo porque todo va fatal. Pero lo cierto es que esta es la situación que ahora nos toca lidiar, y que pasa por reconocer lo que ante nuestras propias narices se ha venido haciendo mal. Nos toca a todos cargar la suerte y arriesgar, obligando a algunas figuras encumbradas a que vayan dando el paso atrás.