Cinco minutos más

24 nov 2016 / 17:14 H.

No todos los días son iguales, y aunque la rutina nos ayude a funcionar de manera mecánica, nuestro sistema emocional no actúa de igual modo. Influyen demasiadas cosas. Puede que tengamos un dolor inesperado, no sólo físico, que también, sino alguna preocupación que nos ronde por la cabeza y nos asedie hasta convertirse en una necesidad obsesiva. No todos los días son iguales. Tras una larga jornada en la que no tenemos tiempo de respirar, a veces nos vamos a la cama con demasiadas ideas que se han quedado sueltas, un email que se te ha quedado sin responder, un proyecto que hay perfilar, una conversación en la que no dijiste por olvido lo que debías, un trabajo aún por entregar o un pago no realizado. Entonces valoras la tranquilidad de lo que significa en verdad prescindir de la mayoría de las cosas y andar con lo puesto, cuando vas a dormir como viniste al mundo. Uno comienza a sospechar de casi todo, las amistades se vuelven frágiles como pompas de jabón, y los recelos acechan, las envidias, la competitividad. Qué feliz regalo dormir a pierna suelta, más de cinco horas, con la conciencia tranquila, a sabiendas de que tener conciencia no es una cuestión de dialogar con uno mismo, hablar a solas o monologar, como quien se hace el interesante y se descubre haciéndose caso, tratando de razonar. Eso no es tener conciencia. Se trata de un argumento ético que ni siquiera los filósofos más famosos en la historia de la humanidad han sabido definir: con el conocido imperativo “haz lo que debas”, desde la terminología kantiana, se resume el horizonte ético de la modernidad. Ahí seguimos. Bien se supone, esa frase es muy fácil de malinterpretar, y el mundo está como está, lo cual no indica de ninguna manera que no debamos seguir luchando por la justicia que, aunque lenta, también posee sus propias contradicciones. Con la ética, la justicia comparte algunos límites, aunque la legitimidad de algunos actos absolutamente vandálicos no se consideren delito. El sistema se encarga de justificar —o lavar— una y otra vez tanta estupefacción ante nuestros ojos, ya acostumbrados. Así, cuando me voy a la cama, cuando me acuesto, ¿qué me llevo para dormir? ¿Qué afanes, qué preocupaciones? ¿Y para qué? Conviene repasar y repensar algunas rutinas con la almohada por testigo. La responsabilidad de que las cosas estén en el punto que están no es nuestra, en el sentido individual, pero sí en el colectivo. Y ahí es donde todo vuelve a estallar, porque por un lado me lavo las manos, pero por otro no lo apruebo. Nunca daré mi brazo a torcer, y no soy ni valiente ni cobarde, pero no transijo ante la injusticia. Por eso me gustaría repensar el nosotros como un punto de fusión posible. Un abrazo solidario y cómplice. Una ayuda que no se puede negar. La primera persona del plural debe cobrar más importancia, no como una esencia, ni como un destino, porque al igual que la primera persona del singular, se halla vacía. El nosotros debe construirse, forjarse, formarse, articularse en la conciencia básica ciudadana. Y así me voy a dormir —ingenuamente ilusionado— con la certeza de soñar esta noche de nuevo y vivir en mis sueños, saber que mañana, cuando suene el despertador temprano, mi buena compañía me dejará otros cinco minutos más. Puede que con otros cinco me salve. Puede que con otros cinco, tan solo, pueda defenderme.