Como Dios manda

23 ene 2017 / 11:15 H.

El extinto caudillo etiquetó a España como “reserva espiritual de Occidente. Pues bien, setenta años después podemos afirmar que la provincia de Jaén se erige, con toda justicia, como “reserva espiritual de la España católica”, a tenor de los datos conocidos días atrás. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), mientras que la media española de matrimonios por lo religioso no pasa del 22’4%, en la provincia de Jaén nos vamos hasta el 52’8%, treinta puntos por encima del resto del país. ¡Por fin somos los primeros en algo! Ahora, cuando la marca “Jaén, paraíso interior” alcanza los veinte años de vida, podríamos sustituirla por un nuevo eslogan de impacto infinitamente más eficaz: “Jaén, donde la gente se casa como Dios manda”. Y nadie, ni la prensa más canallesca, ni las revistas del corazón ni las tertulias televisivas más edulcoradas se atreverían a disputarnos tan merecido banderín de enganche para turistas nacionales o extranjeros. Cierto que el solar jiennense ya apuntaba maneras siglos atrás. No en vano fuimos merecedores de ser calificados como “Santo Reino”. De aquellos halos de santidad y pureza... remanecen las esencias nacional-católicas que nos caracterizan, todavía en 2017. Inasequibles al desaliento. Si hubo un tiempo donde España era más papista que el Papa, esta es la hora en que Jaén enarbola, con justos títulos, la bandera del matrimonio religioso. Una razón más para sentirnos orgullosos de nuestra tierra, inflamado el corazón de fervor patrio. En la Jaén rural, desde luego. Y aún con mayor énfasis en la capital, honra y prez de las esencias carpetovetónicas. Semanas atrás un amigo reciente, bastante ilustrado por cierto, me definió la ciudad de Jaén como la más triste y con menos ambiente que había conocido. “Una ciudad donde no encuentras un solo bar gay no puede ser normal”, pontificaba. Ni que decir tiene que rebatí por completo su descalificación, arguyendo por mi parte la alegría propia de los casorios que, cada fin de semana, iluminan de cantos, flores e incienso la atmósfera de nuestros templos, ofendido como estaba en lo más íntimo de mi identidad provincial. Ya con un par de riojas trasegados, le invité a conocer más de cerca nuestra idiosincrasia jaenera, le puse al tanto de cómo en Jaén hace furor convertir a nuestras Vírgenes en Alcaldesas Perpetuas de la localidad; cómo por aquí nuestros mandatarios corren a colocarse tras los tronos procesionales, sin que nadie les eche en cara la naturaleza laica de su cargo; cómo nuestros coros parroquiales se nutren de gays armarizados, pese al anatema lanzado por ciertos párrocos antediluvianos; cómo el 90% de la clientela parroquial son mujeres a quienes la Iglesia niega la igualdad plena per secula seculorum, orientando su aportación hacia labores de limpieza y ornato; cómo hasta las gentes más progresistas dan lustre a sus enlaces ante el altar, a falta de lugares dignos puestos a su disposición por muchos ayuntamientos; cómo una de las teorías que circulan para explicar tamaña contradicción, en lo público y en lo privado, es que la Iglesia mantiene un férreo y discreto poder que condiciona las conciencias de la gente en general, al tiempo que atenaza la voluntad de quienes, en una provincia gobernada por la izquierda mayoritariamente desde los años 80, temen perder parte del voto si mantienen actitudes coherentes con su ideología; cómo la provincia que ostenta el mayor porcentaje de voto socialista de todo el país, es a la vez la que más recurre al matrimonio eclesiástico, la que más se casa como Dios manda. Fracasé en mi intento de convencer a mi amigo, empecinado él en que tantas contradicciones poseen una explicación sociopolítica: los progresistas en el poder se olvidaron de promover el cambio en las mentalidades, de hacer políticas culturales diferentes de las casetas de sevillanas, coros rocieros y pregones de Semana Santa. Temerosos —me decía— de perder parte de su clientela en las siguientes elecciones. Yo creo, con todo el respeto, que mi amigo desvaría. ¡Cómo va a ser por eso!, protesté.