Crímenes imprescriptibles

10 abr 2018 / 09:08 H.

Hay días que me levanto y tengo la sensación de que un pañuelo se ha caído de la cabeza de una musulmana y ese delito imprescriptible me persigue como una maldición con la que no tengo nada que ver. Me vuelvo rencoroso porque respondo al carácter de un delito que ni siquiera he cometido. Y si no es una cuestión personal, por qué el incumplimiento reiterativo de las Ordenanzas Municipales, me afecta como una sombra que dificulta la visión de una ciudad a la que quiero.

Hay que matizar que soy optimista por naturaleza y pesimista cuando se entra en el apartado de lo imprescriptible. Políticos que han ostentado el poder municipal por ejemplo, han dicho: “Si hay dinero que se vea, construyamos obras que destilen el lujo de quien ordena construirlas”. Aunque luego se olvide ese proyecto, que un día significó la promesa de cambios imprescindibles para una ciudad que padece una apatía digna de un pueblo que tiene lo que se merece porque deja de cuestionar la inversión que no mejora y la hace retroceder en el desarrollo de proyectos dignos. ¿Y cuál es esa forma? ¿Echar las motos de las aceras, erradicar ruidos molestos, acabar con la suciedad de las calles...? O intentar no sustraernos a nuestra responsabilidad, impidiendo que a los ciudadanos les acorrale y los intimide la falta de profesionalidad de mentes obtusas que solo llegan a ver el fondo de su ombligo, y lo digo porque les da lo mismo que no se devuelva a su estado anterior una avenida que ha sufrido el escarnio de unos dirigentes que malgastando el dinero de los contribuyentes, ni dimiten ni devuelven el dinero que falta para cuadrar las cuentas con los impuestos que pagan religiosamente ciudadanos hartos de ver cómo no pueden asistir para su regocijo a concursos de hípica ni aparcar en aparcamientos públicos a medio terminar.

Está tipificado el delito imprescriptible de deformar un bien público por una gestión nefasta y mal planificada y abandonarla a su suerte, ante la apatía de un pueblo que prefiere mirar para otro lado y considerar solo la forma y no el fondo de algo llamado sentido común, que es independiente de cualquier tendencia religiosa, política o filosófica. Hay que perseguir hasta sus últimas consecuencias el resultado de una labor pública que solo engrandece la mala reputación de una ciudad que bien poco le importa al nutrido grupo de dirigentes de todos los colores que han desfilado por las instalaciones municipales, a diputaciones provinciales y a consejerías varias que miran una y otra vez para otro lado mientras se hunde en una conciencia colectiva que solo sabe recabar los problemas que padece desde un duermevela que está acabando con el sistema inmunológico de su propia ciudad. Escucho por doquier que la gente no olvida las cosas mal hechas.

Leo pancartas que anuncian que no se puede descansar, que hay personas que se levantan irritadas tras una noche de insomnio. Que salen a la calle y conviven en una ciudad que no sabe adónde va. Que hay ciudadanos que intentan a diario aferrarse al indicio de que algo empieza a cambiar, a la tarea imposible de apresar un ligero cambio por insignificante que parezca, pero para su desesperación, comprueba que todo está detenido, en un equilibrio inestable, que no traspasa la barrera de lo inmóvil, igual que esa postal antigua de colores desfallecido.