De caravanas, caminos de hierro y luchas
Hablar de Jaén hoy es hablar de frustración y aislamiento. ¿Cómo recuperar la autoestima y promover el despegue de nuestra tierra? No faltan motivos para la ilusión: la riqueza de sus parques naturales, el bosque olivarero, las ciudades... la cruda realidad son el paro, la estacionalidad, el placebo subsidiado y ser el furgón de cola de España.
Su nombre al parecer significa “lugar de paso de caravanas”; la pujante cultura ibérica se evidencia en notables asentamientos, dos calzadas romanas la cruzaban. El paso de la meseta al Guadalquivir siempre fue por Despeñaperros; por la posesión de ese eje vertical se libraron dos batallas, las Navas de Tolosa en 1212 y Bailén en 1808. Los viejos caminos, veredas y mestas se completan el XIX con el ferrocarril que pasado el río, el Marqués de Casa Loring, por acortar la ruta del Rey Santo, o visitar en el Rincón de San Ildefonso a un amigo, plantó sus traviesas en las vegas, olvidando las ciudades; el ramal a Granada y Almería fue por la zona más despoblada. A finales de siglo, impulsado por la burguesía del aceite, enriquecida por las desamortizaciones, se construyó el tren de Linares a Puente Genil que tropezó en su camino con la capital. La de Almería agoniza y el tren del aceite, cerró hace años, hoy es vía verde y a Jaén le pusieron un tranvía a ninguna parte, “sic transit gloriae mundi”; quede como moraleja que la vieja calzada romana que unía la Bética con Cartagonova, tiene mejor pavimento que cualquiera de nuestras carreteras.
Un día políticos sevillanos decidieron cambiar la historia y acceder a la meseta por Brazatortas; el ferrocarril en Jaén se desmorona, muere Espeluy —¿qué diría hoy Prado y Palacio?— y entramos en la etapa de las buenas intenciones; desde entonces no se ha abierto ni un kilómetro de vía y la mejora a Madrid va por Grañena. Que nadie se sienta especialmente culpable, son muchos los gobiernos en Madrid y en Sevilla, lo somos todos por acción u omisión.
Se nos debía haber compensado en carreteras; pues no. La peor de las radiales y la menos conservada es la A-4 a su paso por la provincia; la A- 44 se hizo tarde y mal y fue abandonada a su suerte, mejora al pasar Noalejo. Desde la caída del imperio romano de occidente, la conexión con levante dejó de estar operativa; el último buen pretexto fue la crisis, que en Jaén vino para quedarse. La Autovía del Olivar, tras muchas fatigas, ha proporcionado a la Junta días de gloria con la llegada a Úbeda; hasta Martos está hecha unos zorros, Alcaudete y Alcalá siguen irredentos. Quedan endemias históricas: N-432 a su paso por aquí, cenicienta de alto riesgo entre periferias, inadmisible de Madrid “parriba”. Si iniciaran la Torredonjimeno-El Carpio, nuestros próceres perderían la recurrencia en su deporte favorito, el “y tú más”.
No hallo motivos para ser optimista, es la cruda realidad. Jaén no quiere anuncios, ni planes ni proyectos, quiere realidades en el BOE o el BOJA; que acaben las milongas y nos pongan en el mapa de la alta velocidad o acaben lo iniciado o prometido. Causa de estos males es una clase política, de todos los partidos que no hacen más que discutir quién tiene la paja y quién la viga; pierden la fuerza por la boca y prefieren obedecer a sus jefes de filas de Sevilla o Madrid antes que incomodarlos pidiendo lo que otros tienen. Sería injusto si no constatara una excepción honrosa aunque insuficiente: si transitan aquí por una vía más o menos pavimentado, si ven una carretera en obras, pueden estar seguros que es competencia de la Diputación y, si me apuran, tiene un nombre, José Castro, rara avis política ¡hace mucho y habla poco! Los males son los del XIX: decisiones de complacencia y un granero de votos dóciles con votantes desmemoriados, caciquismo clientelar y adhesiones inquebrantables. Dicen que a Jaén se llega llorando y se sale llorando, no es para menos, con lo que hay que sufrir en el camino; desaparecidos los viajeros románticos sin prisas hacia Granada, el turismo low cost viene apresurado de allí o de Córdoba, para volver pronto. En Jaén deberíamos también llorar como Boabdil, por perder lo que tuvimos.