De las resurrecciones

14 may 2017 / 11:02 H.

Para resucitar, y para que este verbo cumpla su sentido, es condición necesaria haber estado muerto, caducado, ignorado, olvidado. No solo es aplicable esta cláusula a las personas, también los lugares y sus paisajes se desvanecen en la memoria y el recuerdo amable de sus moradores, también los objetos son arrumbados en compañía de sus pequeñas muertes de sótano, de oxidación, de carcoma. Ahora bien, el morir exige otro primordial requisito, que es sin más el haber estado vivo. Todo lo dicho les parecerá una simpleza, una obviedad, las elucubraciones de un filósofo de pacotilla, y no les culpo ni me disculpo, es más, considero que la irracionalidad, la irrealidad, el estado vegetativo y los mundos inconscientes, son elementos conducentes a lo que podríamos llamar una bonita vida, esa gran parte subyugada de aquella nuestra notable inteligencia, después, si ustedes lo prefieren nos inventamos la felicidad, los problemas y los llantos de los aburridores, las metas inalcanzables, las ambiciones estériles de los usureros, las virtuosas mentiras de las religiones, las utopías, los héroes y mártires inútiles, los tontos útiles (que pienso que somos casi todos), los malvados de pecho y entraña, nuestras ilusas resoluciones del porvenir, y más, y más, y así hasta la eternidad, hasta el inconmensurable infinito, concebidos desde nuestro miedo para evitar nuestro miedo, para iluminar y consolar nuestras cegueras.

Así pues, disponiendo de estas tres proposiciones, nos encontramos ante un silogismo, un dilema: ¿se vive para resucitar? o ¿se muere para resucitar?, ¿se puede resucitar sin haber muerto? Creo desde mi ingenuidad que se podría y debería vivir resucitando, que la muerte solo fuera un dolor sin contenido, sin ornamentos, sin argumento; que odiar, matar, despreciar, humillar, etcétera, son ingredientes innecesarios en el guisote de la vida. Así es la vida, es ley de vida, decimos siempre ante alguna fatalidad, acomodándonos en el lamento, buscando consuelo a nuestra poquedad de vivos premuertos. Pues no, la ley de la vida es vivir sin ningún dolor complementario y la ley de la muerte es la muerte sin complementos, pero mientras tanto alegrémonos. Me dijo Lola, mi madre, hace muy poco, un poco antes de irse a resucitar, que escribiera en el periódico (nunca me dijo nada en ese sentido) para que podaran un árbol que le impedía ver la Avenida de Barcelona. No escribí, ni dije nada a nadie, no lo consideré. A los dos días comenzaron a podar, y llegaron a tiempo para que Lola pudiera ver por última vez su calle y, ella resucitando, mi madre.