Día tercero

21 feb 2018 / 09:04 H.

La tarde jaenera luce colores silentes. Los lirios, nacidos en sendas y ribazos, tapizan la aridez del calvario. Llora una madre, con lágrimas que no tiene, ante el hijo agónico. Con ella, Juan, el niño, el valiente. ¡Cómo debían aprender de él tantos cobardes coetáneos! Habla Jesús desde el madero. “Mujer ahí tienes a tu hijo. Hijo ahí tienes a tu madre”. No hacen falta teólogos, conservadores o progresistas, para entender sus palabras. Los cofrades las captaron desde antiguo. Por eso la quieren, la miman y visten de reina; musitan su nombre en días de angustias vitales. Ella es la nota de ternura en el jardín, lirio y fuego del Jueves Santo. La música de gloria, el tintineo de bambalinas, la fragancia que exhala su paso... blanco pañuelo para sus lágrimas. Su nombre sabe a cielo: ¡Madre de las Siete Palabras! Limpia violeta del ocaso jaenero. Escuálido perfil de la luna creciente. San Bartolomé. Septenario. Gólgota de bellezas inasibles. Vuela el incienso para erigir un retablo espiral, neblinoso y mistérico, en torno al artesonado. Cera que al arder prende el corazón cofrade. Susurros que musitan ¡Madre mía! Y ella, dolorida pero serena, al pie de la cruz, lo llena todo con su presencia. Mujer y madre, ¡qué bella sinergia de términos en épocas confusas! Siete dagas, lanzadas por labios trémulos y agónicos, horadaron su corazón. Jamás podrá olvidarlas. Está sola. Huyeron todos. Solo le queda un hijo adoptivo y sus cofrades vestidos de lirio, costal o peineta. Miércoles de Cuaresma. Los hermanos se reúnen para alabar al Dios expirante y a su madre doliente y hermosa.