El barrio de San Ildefonso es cuna y refugio de pastiras

11 jun 2020 / 11:58 H.
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Francisco Jiménez Delgado

Antiguo arrabal de la ciudad, entorno vetusto donde el tiempo parece detenido, denso convivir de sus habitantes que han heredado por los siglos ese aspecto de barrio hortelano, labrador y ganadero de la ciudad. Límite de murallas y puertas de piedra abiertas al mundo. Lagar de leyendas entre moros y cristianos. Misterios entre las clausuras de antiguos conventos monacales que han pervivido impertérritos al tiempo y al espacio.

Callejero popular que la memoria ha mantenido a pesar del cambio de los rótulos: Ancha del Arrabal, El Arrollo, Empedrada, Azulejos, Plateros, Adarves, Alameda de Capuchinos, Rejas... todo ello resguardado por esa gran torre que configura la que ahora es basílica y por los siglos escondido panteón de hombres ilustres y pueblo sencillo y llano, crisol de devociones y precioso sagrario que, desde 1430, escolta y mantiene una devoción de siglos a la que “vino a socorrer a nuestros mayores” en esa noche del 10 al 11 de junio en un impresionante “Descenso”.

Los oficios más tradicionales se mantenían aquí, marcando el sello eminentemente agrícola y ganadero, pleno de vaquerías, guarnecerías, herreros y plateros, esparteros y hortelanos que se desplazaban hasta los pagos más cercanos y entorno que esparcía las fragancias de las lecheras y lecheros de Jaén entre los sabores de los hornos de pan y dulces, marcando el calendario festivo. Las mujeres de San Ildefonso han arrastrado los filos de la canícula de sus amplias faldas por entre sus empinadas calles y sus cántaras al hombro repartiendo la leche recién ordeñada en sus cacillos plateados.

En el libro “Viajes por España”, de 1874, los viajeros románticos franceses, Jean Charles Davilier y Paul Gustave Doré, nos decían :

“...Los aldeanos y aldeanas de la provincia de Jaén son conocidos en el país con el nombre de pastiris y pastiras, que creemos proviene del pastoreo, en efecto la mayoría vive del producto de sus pastos y del trabajo de la agricultura...”.

El caso que este original traje e indumentaria se extiende en la capital y queda incardinario en el paisaje rural de este barrio de San Ildefonso: falda de canícula tejida en algodón, teñida con los zumaques de la sierra, almilla negra de algodón o terciopelo muy ajustada al talle, pañolillo o mantoncillo de flecos, zapato negro, mandil listado y medias de telarillo y... la mantilla encarnada.

Constituye así nuestro traje capitalino, un modelo único y exclusivo dentro de la indumentaria española. El origen del color encarnado de la mantilla es incierto, debido quizás a la calidad de los paños jaencianos, al color rojo intenso que produce la cochinilla o incluso la imitación de las clases más populares de los modelos de mantillas más ricas y elaboradas lucidas por las clases más altas:

“...Algunas mujeres del pueblo llevaban capas coloradas salpicadas de lentejuelas escarlatas, que eran una nota viva entre la multitud. El traje es extraño, el cutis tostao, los ojos brillantes...”

Tal originalidad impactaba este traje que en 1875 el mapa geográfico realizado por Francisco Boronat y Satorre, dedicado al duque de la Torre que la pastira encabeza dicho mapa representando no solo a la capital, sino a toda la provincia.

Estas mujeres del barrio de San Ildefonso eran sencillas, sin adornos que no fueran propios, subían y bajaban de las vegas a la ciudad para hacer regalo de honesta hermosura a todos lo mirones. De vivir entre las huertas y emplear el cuidado y las manos en trabajos del campo, pastos, regadío y labranza, la hortelana de Jaén se llama pastira, vistiendo al uso de Jaén, almilla o jubón negro, falda de canícula, mantilla colorada que se sujeta al peinado de alpargata o de lazos.

Cuando las mujeres del barrio de San Ildefonso asistían a la antigua plaza de toros en la Alameda de Capuchinos, algunos autores comparaban a las mujeres con las mantillas coloradas con un campo de amapolas.

La misa de mantillas. Antaño, el horario de misas en las parroquias era muy distinto al actual. Al no existir luz eléctrica y para cumplir con el ayuno de la comunión, las misas se celebraban a primera hora de la mañana para aprovechar la luz natural en el templo. Por el carácter campesino de la mayoría de los vecinos de San Ildefonso, que tenían que atender la ganadería y rebaños, a lo largo del siglo XIX y principios del XX, se establece la costumbre de celebrar una misa dedicada a todo este gremio para el cumplimiento dominical llamada por el pueblo como “Misa de las Mantillas”. Así lo recoge Isabel del Castillo en su memoria de fin de carrera para acceder a la Escuela Superior de Magisterio en 1919, donde nos dice que todos los domingos, a las once de la mañana, en la parroquia de San Ildefonso, en el espacio del mismo altar de la Virgen de la Capilla, se celebraba una misa especial. En el barrio que era de labradoras ricas, asistían las mujeres vestidas de pastiras, produciendo admirable y deslumbrador efecto con la gran cantidad de mantillas coloradas a la salida de misa que tomó ese popular nombre, estando plagada la plaza de gallardos hombres “chirris”, que esperaban a las mujeres para contemplar tan impresionante espectáculo y, por qué no decirlo, ir echando el ojo a alguna moza casadera.

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