El Bienestar del Estado

08 jul 2017 / 11:09 H.

El Estado del Bienestar es el modelo de política y organización social según el cual el Estado provee servicios en cumplimiento de los derechos sociales a la totalidad de los habitantes del país. Sus orígenes parten del “Etat Social” de la Francia de finales del siglo XIX, que se oponía a la filosofía individualista de la Ley Chapelier. El modelo se fue desarrollando por diferentes países a lo largo del siglo XX, llegando a la España democrática, en la que se enfatizó la protección del empleo, mediante subsidios, pensiones y derechos a la prestación de asistencia social. En general, el Estado de Bienestar contribuye a la reducción de la pobreza de un territorio, mediante el incremento del gasto social. Pero como todos los modelos, el resultado no es proporcional, y a partir de determinados niveles, no siempre un incremento mayor del gasto social contribuye a una minoración de la pobreza. Así, un modelo de política ha de medirse en términos de eficiencia y equidad. Eficiente, pues permita que el mayor número de personas trabaje y, por tanto, haya altas tasas de actividad y ocupación. Y equitativo, si consigue mantener el riesgo de pobreza bajo. Siendo así, nuestros gobernantes, unos y otros, practican la política del Estado del Bienestar, a bombo y platillo, convencidos por una cuestión social, humanitaria, ética, y sobre todo democrática, pues sus votantes favorecen la extensión de esta protección social. Y esto habría de desarrollarse costara lo que costara, y endeudándose si fuera necesario. La máquina creció y creció, hasta que la crisis empezó a requerir eficiencia, ante la amenaza de que los ingresos públicos no pudieran soportar los gastos públicos. Y he ahí que la prima de riesgo era verdaderamente riesgo, pues podía cambiar el gasto social por gasto financiero. Y en esas estamos, caminando con disciplina germana, del Estado del Bienestar al “Bienestar del Estado”, modelo consistente en procurar de los recursos necesarios que mantengan esta máquina que engulle. ¿Quién se atreve a tocar el gasto, ni tan siquiera de dotar de eficiencia a este? Hasta la Dama de Hierro se volvió de mantequilla cuando pretendió la reforma de la Administración Pública. La contrapartida es incrementar los ingresos públicos. El crecimiento económico aumentará la recaudación, pero insuficiente con el nivel de deuda pública del 100% del PIB, que condiciona los presupuestos. Es complicado subir los impuestos, más aún cuando estamos en niveles confiscatorios, que podrían penalizar el consumo y la actividad empresarial. El déficit de la Seguridad Social es preocupante y si, hasta hace poco, un cotizante cubría a tres pensionistas, en la actualidad, un cotizante financia poco más de un pensionista y medio. El descenso de la población, el nivel de nacimientos más bajos del mundo y la desindustrialización ayudan poco al objetivo. Se centra la vista, entonces, en combatir el fraude fiscal, como medida estrella para aumentar la recaudación, sin necesidad de subir impuestos. Para ello, se apuesta por dotar a la Agencia Tributaria de los mejores recursos, aunque también se favorecería con una normativa más clarificadora, y menos enrevesada. Pero, sin duda, la mejor herramienta para luchar contra el fraude fiscal es apostar por políticas a largo plazo como la educación por la ciudadanía, concienciando, desde pequeños, que eludir impuestos genera peores servicios públicos, y mayor pobreza. Sin embargo, difícil tarea esta de educar, cuando raro es el día en que no desayunamos con malos ejemplos en la actitud de los responsables políticos, que lejos de ser modélica, incitan, en ocasiones, a otro modelo, este más individualista, llamado “Bienestar sin Estado”.