El final del verano

06 sep 2018 / 08:16 H.

E s un hecho sociológico que el final del verano, como el de cualquier etapa vacacional o similar, invita al replanteo del próximo curso, de la vuelta al trabajo, de las depresiones por la vuelta al mismo o por la pérdida de él; de los nuevos propósitos; de las rupturas por el mes de convivencia real, en fin, de tantas y tantas cosas que surgen después de unas fechas que son “vacacionales” sí o sí. Los que se van a las playas, los que se van a los campos, los que se quedan por que quieren, los que no se van por que no tienen dónde o no les gusta viajar. Y los que se van, o “son idos” porque así es la vida, por lo que sabemos de ella. El final del verano invita a modificar cosas y abre muchas reflexiones y cuando no, nos lleva al romántico tema del “llegó.....y tú partirás...”. Este verano, este agosto, se ha llevado a mi amigo Paco Mateas “con quien tanto quería”. No es mi intención emular al poeta, ni mucho menos atreverme a hacer poesía, para lo que no estoy capacitada, pero sí a hacer mención del poema que para mí mejor describe la pérdida de un amigo. De un hombre de Jaén que ha aportado a nuestra tierra su saber hacer dentro del campo de la medicina: Don Francisco Mateas para sus enfermos y para tantas personas que lo han tratado dentro del entorno sanitario, como fuera de él. Un personaje de Jaén, profesional, discreto, talentoso. Un médico que creó el Servicio de Medicina Interna en el “Capitán Cortés”, y que siempre apostó por la medicina pública y al que le dolía la crítica de acoso y derribo al sector público. Un demócrata integral. No es esto que escribo, ni pretende ser, una loa a la persona; un panegírico; una despedida al personaje, ni un enaltecimiento de nadie, sino más bien una licencia que me tomo, para hablar de alguien que ha formado parte del paisaje y del paisanaje de esta ciudad. Para hablar de un médico con mayúsculas que curaba cuerpos y sanaba almas. Auscultaba el cuerpo y escuchaba el alma del paciente. Decía que cuando un enfermo llegaba a la consulta, llevaba dos enfermedades: una la del cuerpo y otra el miedo, la desazón, o la depresión, que no es otra cosa que la tristeza que produce el sentirse y saberse mermado físicamente. Siempre le dije que tenía que haber escrito sus cuarenta y tantos años de médico y cómo se formó su servicio, dándole a la Medicina Interna el rango de tal. —Si tú no lo escribes, alguien lo hará por ti, pero con su nombre—, le decía yo. Que lo escriban, contestaba. - —Yo hice lo que hice, y ahí está. Escribir me da pereza, y además es pretencioso—, decía. Conversaciones amenas e inteligentes sobre política en general, sobre política sanitaria (de la que tanto sabía), sobre historia, actualidad... y todo entre cafés y cigarrillos. Un “Abre puertas” para el que lo necesitara, sólo colgaba el “no molesten” a la hora de la siesta. Pasados los años siempre recordó a todos y cada uno de sus enfermos no sólo por sus nombres, sino por sus patologías y tenía aquello del “ojo clínico” que no le falló ni en su propio caso. Un humanista en toda regla, que nos regaló salud, amistad y conocimiento.