El orujo de Seve

    09 dic 2023 / 09:53 H.
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    El rumor cuartelero no estaba, en esta ocasión, dirigido a pertrechar camiones para maniobras “orquestales” en la oscuridad de los campos de la Castilla profunda. Tampoco se esperaba la visita de un gerifalte que necesitara ponerlo todo “patas arriba” para que brillase como las hebillas de sus correajes. No. Sencillamente llegaba la fiesta. La patrona, la Inmaculada Concepción, aparecía en el calendario y daba a la soldadesca un nuevo motivo de jacarandosa expansión lejos del machacón “orden del día” cotidiano. A algunos se les apareció, bien la Inmaculada u otra advocación mariana de semejante rango, y dieron con sus huesos en “renfes” varias, buses atestados y coches familiares camino del hogar añorado. El resto, la mayoría de soldaditos de reemplazo, se aprestaron a circular por el festejo con la mayor de las ilusiones, pero aprisionados en el servicio a la patria.

    Seve, un gallego de singular empaque, siempre dado a esa retranca que se les supone, avisó de que aportaba a la celebración unas botellas de buen orujo. Tal tesoro se añadió a alguna que otra botella de anisados diversos, “coñacs” de medio pelo y destilados de garrafón que aparecieron por doquier suministrados por un garito cercano o por el arte de birlibirloque de algún ranchero en la residencia de suboficiales. Las lágrimas, es sabido, se diluyen en alcohol con especial y rápida fosforescencia, así que tras los actos de rigor con señoras de mantilla y uniformes “medalleados” hasta el infinito, el cuerpo necesitaba sofocar la melancolía del apretujón de la madre, la noche de grupal desenfreno o el derretido roce de la novia de turno.

    En ese instante en que las luces del destello de la fiesta se amortiguan, cuando hasta la señorita “de mal vivir” que aposentaba sus reales en el Cuerpo de Guardia para solaz y esparcimiento de los allí reunidos, tomaba ya las de “Villadiego” a la busca de nueva clientela, alguien a punto de sobrepasar el nivel sensato de consciencia, el “escribiente” de la oficina, se retiró cautelosamente de los fastos cuarteleros y, muy despacio, subió al despacho del capitán. Un lugar tranquilo donde, en ocasiones, solía sentarse en el ajado butacón de las visitas para leer poesía, alguna novela negra o, tal vez, revisar una revista de arte o de historia.

    Esta vez, “salió sin ser notado” como diría el místico, pero en su mano no iba un volumen de las obras completas de algún clásico, sino media botella de orujo de las que había traído Seve. Se sentó y miró a su alrededor con la única iluminación de la lamparita de mesa. Un armario con legislación archivada, algunas fotos “de campaña”, un obús reluciente a modo de decoración, la bandera en la esquina y ese aroma a viejas historias vividas por corazones jóvenes sojuzgados por la autoridad militar era todo lo que alcanzaba su ya ligeramente vidriosa mirada.

    Su mente luchaba por regresar a esa vida que, imaginaba, seguía tal y como la dejó. Sus alumnos, esos que todavía no había conocido tras la prórroga, estarían en manos de algún sustituto, la pelirroja que le hacía tilín tal vez encontraba otros brazos con los que enfrentarse a la vida, la familia esperaría la llamada, la carta, la postal en la que confirmar las bondades de la vida militar... todo un mundo que se le antojaba lejano y que solo un sorbo del orujo de Seve podría acercársele, rodearle, hacerle sentir vivo de nuevo dejando atrás el uniforme, los disparos y el rancho.

    La media botella dio para muchos tragos. Uno. Otro. Otro más. Hasta que el despacho comenzó a desmoronarse, a vibrar al ritmo imaginado del “Ardor Guerrero”, y las paredes se abrieron dejando ver ese más allá en el que poder ser otra vez la persona que quedó a la puerta del cuartel meses atrás. Tal vez no fue el orujo, sino la propia Inmaculada Concepción la que ofreció al soldado ese punto de lúcida efervescencia, esa luz con que iluminar el deseo de vivir.

    Aún quedaba orujo. Había que darle el último empujón gaznate abajo para que llegara al alma. Mañana amanecería de nuevo.

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