El político solitario

19 nov 2016 / 11:14 H.

Donald Trump parece un veterano jugador de rugby: las espaldas grandes, una sonrisa ancha que a veces le provoca unos mofletes gordezuelos, y una cara redonda como extraída de un comic. De él se transmitió una imagen durante la campaña electoral norteamericana de lo que se denomina un ‘outsider’, o de una especie de Llanero Solitario con ocurrencias de teleserie mala, como cuando afirmó que Hillary Clinton “es un demonio porque huele a azufre”, pero, se decía, su trayectoria política iba a durar poco, porque Trump ni siquiera contaba con el respaldo del Partido Republicano, y se insistió en que únicamente paseaba por los mítines su incontinencia oral de multimillonario aburrido y ambicioso al que su aventura de aspirante a la Casa Blanca solo le iba a deparar un importantísimo desembolso de millones de dólares y una acumulación de cansancio físico. Pero los análisis fallaron. Únicamente la periodista Victoria Lafora, en TVE, se preguntó hace semanas, con todas las encuestas volcadas a favor de Clinton: “¿Por qué no va a ganar Trump?”. Donald Trump siempre ha sabido el papel que interpretaba, cada extravagancia estaba calculada al milímetro, encarnó a un personaje absolutamente fuera de las fronteras de la política, consciente de que se dirigía a una sociedad herida. La crisis ha dejado millones de cadáveres en las esquinas obligados a sobrevivir cada día porque no están muertos. No son cadáveres exquisitos, como aquellos que describía Umbral, sino cadáveres desesperados. Ha cuidado su mensaje Trump, un magnate, un hombre de negocios, un tipo acostumbrado desde joven al regate en corto para quedarse con la mejor parte. Trump es una persona lista, no un incontrolado. Es como esos personajes decididamente detestables de algunas películas que sin embargo seducen al espectador porque están interpretados por un gran actor. Eso es Donald Trump, y todo lo que pueda suceder a partir de ahora en Estados Unidos es una incógnita. Hillary Clinton ha perdido, entre otras cosas, porque la democracia norteamericana se creó en el siglo XVIII, tras una cruenta guerra entre el Norte y el Sur, precisamente para acabar con las dinastías. La sociedad estadounidense terminó agotada de la familia Bush. Y ahora no quería repetir experiencia con los Clinton. Hillary tenía un perfil excesivamente cercano a la élite económica, a la vieja política. Hillary, pese a que pudo ser la primera mujer en pisar como presidenta la Casa Blanca, curiosamente no ofreció nada novedoso: parecía lo antiguo, el pasado. El periodista John Carlin ha escrito: “Que una nación tan próspera, con una democracia tan antigua, haya cometido semejante disparate pone en cuestión como nunca la noción sagrada en Occidente de que la democracia representativa es el modelo de gobierno a seguir por la humanidad”. De hecho, desde China han presumido estos días de que sus sistema de selección de líderes por consenso dentro del partido produce candidatos de mejor calidad que Trump. Pero Norteamérica, donde se ideó la creación de imagen, sabrá cómo volver a su favor los argumentos del resultado de las elecciones presidenciales de 2016. Porque Estados Unidos no solo es la tierra en la que puede triunfar el hijo de un inmigrante negro, sino donde puede triunfar el mismísimo Donald Trump.