El sueño de Soraya

22 sep 2018 / 11:32 H.

El ex ministro José Manuel García-Margallo lo dijo recientemente en un programa de radio: “La bajita es la persona que más poder ha acumulado en España desde Godoy”. Se refería, claro, a Soraya Sáenz de Santamaría, la ex vicepresidenta, que el 10 de septiembre anunció su retirada de la política con un gesto más de depresión que de tristeza. En todo caso, de absoluta desolación. Soraya se va —al menos así parece— sin nada que ocultar. Quizás lo que ha ocultado durante estos años es su inteligencia, porque conocía la política actual que, ya lo dejó escrito Francisco Umbral con un decidido perfil visionario: “La política es la carrera brillante de los que no hacen carrera”. Soraya ha tenido algo de política de la Transición: una oratoria brillante y una sólida formación académica y cultural previa a su llegada a la política. Es abogada del Estado, a cuyo ejercicio decidirá ahora volver o no. Es decir, se trata de lo que el citado Umbral llamaba “un memorión”. Soraya ha sido en Las Cortes una excepción frente a tanto político forjado desde muy joven en las intrigas de las sedes de los partidos, gente de formación volátil, con máster o sin máster de cartón piedra, que se aferran al escaño no con toda la fuerza de sus manos, sino de las manos de Eduardo Manotijeras, aquel personaje de la sensacional película de los 90 de dedos que eran tijeras que le servían para podar los árboles. La nueva generación de políticos, que en muchos casos no conocen otra cosa que la política, la de los pasillos y los bares próximos a las sedes, que no han leído a los grandes teóricos, ha marcado una especie de ley interna que establece que la política se hace a través de los partidos —y así debe ser—, y Soraya, más pendiente de la cosa pública que de la sede del PP ha percibido finalmente que sin liderar un partido no se puede llegar a La Moncloa. Pablo Casado ha roto con el marianismo y eso, naturalmente, ha arrastrado a Soraya, que al final fue más marianista que Rajoy por un extraño efecto contagio o movida por un raro síndrome político de Estocolmo. Y Casado nos ha devuelto a Aznar, que a finales de los 80 irrumpió impulsado por Fraga y aquella vieja y ya desaparecida derechona garbancera que aplaudía al veterano y entrañable líder de Alianza Popular hasta entrar en combustión. Aznar protagonizó el pasado martes una comparecencia parlamentaria interesante pero desasosegante, que transmitió la sensación de que mentalmente continúa con los pies sobre aquella mesa junto a George W. Bush y Tony Blair. Lucía Méndez ha escrito en ‘El Mundo’ que Aznar “no se aparece nunca en público sin hacer el personaje que él mismo ha creado sobre el líder que fue en otra vida (...) Aznar se ha esculpido a sí mismo a los 60 con la misma disciplina con la que hace abdominales”. Y a todo esto, decíamos, se va Soraya. La ex vicepresidenta, eso sí, mantiene una diferencia esencial con los políticos de la Transición: cierta incapacidad para el diálogo. Haro Tecglen decía que “la vida es un pacto”. Y Soraya fracasó en el asunto catalán, la gran apuesta que le encargó Rajoy, después de que ella hubiera superado tantos retos. Tal vez Soraya soñó más de una vez en convertirse en la primera presidenta del Gobierno de España, en ser una Thatcher risueña en La Moncloa, pero ya lo advirtió Jardiel Poncela: “En la vida algunos sueños se cumplen, pero la mayoría de los sueños se roncan”.