Esta absoluta perversidad

21 dic 2017 / 08:46 H.

Por mucho que proclamen y publiciten la subida del salario mínimo interprofesional, España se encuentra en el puesto noveno de la Unión Europea. Malta casi nos alcanza, a pocos euros por debajo. En cualquier caso, los salarios no suben de acuerdo a la supuesta recuperación económica, y nos llega calderilla. Pero que no confundan nuestros derechos con la caridad, que será el siguiente paso: pronto tendremos que dar las gracias por cobrar el subsidio. La visión liberal propone, como bien se sabe, que la creación de riqueza extenderá su manto benéfico —en forma de consumismo de marca blanca compulsivo— sobre el mundo, una vez que las capas altas estén bien resarcidas. El dinero, sin embargo, nunca sobra en ningún sitio, así que si alguna vez gotea desde el cielo financiero algo, se trata más bien de lluvia ácida, esa que reciben los trabajadores luego como maná. Según una variante apócrifa de las Bienaventuranzas, el pobre recibirá a la inversa el ciento por uno, y heredará la vida eterna. Es decir, de cien que dé, recibirá uno. Y la vida eterna, pues eso, gloria al capital en las alturas, y en la tierra contratos basura que ama el trabajador. Porque lo curioso —una vez más, y no será la última— es la irresponsabilidad de los trabajadores, la postura pasota del pueblo en este gran negocio de la crisis y sus especulaciones, la indiferencia ante los problemas que nos atacan, esa actitud como que no van las cosas con nosotros, las opiniones tóxicas sobre las coberturas sociales, la creciente xenofobia que culpa al extranjero de robar(nos) el trabajo, en un falso esencialismo, como si el trabajo se dividiera por naciones, y ese voto cada cuatro años que sanciona más miseria y más pobreza, más precariedad. Ese voto que avala la corrupción o que confirma la impunidad de los facinerosos. ¡Que nadie se dé por aludido! Los bancos, a lo suyo. Por su parte, los trabajadores se encuentran narcotizados con las chucherías del consumismo, imbuidos en la ideología del individualismo y la egolatría, hinchados de nada, infatuados por su propia reverberación, tan fugaz como falaz. Este sistema no solo nos ha modelado insolidarios sino —más aun— soberbios, y no por casualidad el cristianismo propuso hace dos mil años una revolución de las costumbres, una moral distinta, otra manera de ver al prójimo. Ahora se acercan estas fiestas entrañables en que todo el mundo se reviste con los ropajes de la hipocresía, las máscaras de la envidia, y la inexistente autocrítica que no duda en salvarnos de cualquier juicio, con grandes dosis de religiosidad para encubrir cenas opíparas, en el regocijo de seguir viviendo a costa de la pobreza del espíritu, esa entelequia fantasmagórica. Y de ahí a la pobreza energética, muchísimo más grave, estos días en que arrecia el frío, y tantas personas no pueden calentarse con un simple brasero o estufa, por el coste de la electricidad o el gas. ¿A qué estado lamentable hemos sido capaces de llegar? Los niveles de asombro no tienen límites, como la capacidad por hacer el mal. Tendríamos que llamar a las cosas por su nombre y dejarnos de apariencias, no porque vayamos a cambiar, ni porque la conciencia reaccione, pues la conciencia es un invento del pensamiento burgués para consolar el sentido de culpa, sino para al menos reconocernos en el cinismo que vivimos, en esta absoluta perversidad.