Falta de oportunidades

    17 abr 2023 / 09:38 H.
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    Tengo Tengo la extraña sensación de que las enormes turbinas del avión que me lleva a visitar a mi hijo a Atlanta (EE UU) absorben las nubes para destruir la lluvia que debería estar cayendo en esta primavera. Durante los días de encierro en tiempos de pandemia, llovía casi a diario, pero el mundo se congeló como la imagen del televisor cuando pulsas la tecla de pausa. Al presionar “inicio” todo siguió como si nada hubiera sucedido durante ese intervalo de tiempo. Como si se hubiese tratado de un insignificante instante que ahora pertenece al pasado y que nadie recuerda. ¿No resulta sorprendente la rapidez con la que el ser humano es capaz de olvidar? No siempre olvidar es positivo, a veces recordar, reflexionar y aprender de los errores es fundamental para avanzar en la dirección correcta. El asunto que pretendo abordar no es la lluvia, sino la importancia de recordar el pasado para construir un futuro más humano, en el que el sentido común sea el eje principal entorno al cual se debería articular todo lo demás. Desgraciadamente, no está de moda usar el sentido común hoy en día, lo hemos sustituido por una búsqueda en internet, donde según algunos está el conocimiento de la humanidad, pero -seamos sinceros- hay más basura de la que nuestro cerebro puede reciclar. Cada vez resulta más difícil diferenciar la información fiable de la que no lo es.

    Os invito a echar un vistazo por el pasado, años 60 y 70 —la época del baby boom— cuando muchos de vosotros y vosotras nacisteis. Familia humilde, entorno rural y unos padres dispuestos a sacrificarse para que sus hijos e hijas tuviesen un futuro más prometedor. Menos mal que la mayoría lo hemos conseguido y por lo tanto el sacrificio valió la pena, ¿o no? ¿Realmente hemos agradecido ese esfuerzo? ¿Hemos sido conscientes de que lo que somos ahora se lo debemos a unos padres y unas madres que se olvidaron de ellos mismos para pensar en nosotros y nosotras? Sí, también dejamos cosas por el camino, pero nuestros padres y madres renunciaron a tanto que es imposible relatar en este artículo. Separarse de hijos e hijas durante tres o cuatro meses seguidos, sin poder comunicarse con ellos para saber si se encontraban bien o tenían algún problema y trabajando como bestias para subsistir sin más ayuda que sus propias manos. Malas cosechas, malos negocios, enfermedades, pérdidas..., a los hijos e hijas se les contaba lo justo para no preocuparlos; ellos a lo suyo, estudiar y sacar una buena carrera que el día de mañana les permitiera ganarse la vida sin tanto sacrificio. ¡Qué razón tenían! y ¡Qué generosidad!

    No tenían estudios, pero fueron tan inteligentes que se dieron cuenta de que la educación sería la única oportunidad que teníamos para cambiar nuestra situación y nuestro papel en la sociedad. Nuestro esfuerzo hizo el resto. Yo nunca imaginé que la historia se repetiría y que nuestros hijos e hijas tendrían que marcharse a otro país para buscar un futuro mejor, un horizonte de oportunidades que este país nuestro no ha sabido ofrecerles. Jamás pensé que conocería el dolor de mi madre en mi propia carne. Mi hijo se marchó a Estados Unidos con 17 años para ir a la universidad y ya no ha vuelto —ahora tiene 24— solo sería algo temporal; lo que durase el grado, con la idea de que al finalizar tendría más oportunidades en España.

    No ha sido así porque aquí no existen grandes oportunidades para jóvenes ambiciosos con ganas de agrandar el mundo y dibujar un hueco que lleve su nombre. Eso no se premia en España, vivimos en un país anclado en el pasado que apenas ha cambiado en el ámbito laboral desde los 70. Una administración lenta y obsoleta que estrangula la formación de pequeñas empresas, y que se ha convertido en un lastre para avanzar hacia una sociedad moderna, ágil y dinámica con cabida para esos jóvenes que quieren escribir su nombre en la tierra donde nacieron.

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