¿Fiesta o espectáculo?

12 ene 2017 / 11:35 H.

Acabada la Navidad volvemos todos a la normalidad, y lo que a unos les puede originar tristeza a otros más bien les produce alivio. Es lo que suele suceder con cualquier tipo de fiesta. Siempre hay quien quiere seguir y quien está deseando que se acabe. Aunque el año que viene seguro que todos volveremos a celebrarla. Se podrá hablar lo que se quiera sobre su sentido o su evolución, pero lo cierto es que las fiestas son esenciales en cualquier sociedad. Las fiestas nos identifican, nos relacionan entre nosotros y con nuestros antepasados, nos hacen recordar quiénes somos y de dónde venimos, y aunque a veces salten chispas, generalmente hacen las veces de terapia colectiva como factor importante de “desencabronamiento” ciudadano. Más allá del componente religioso, —en origen casi todas son anteriores al cristianismo, que las asimiló y reconvirtió—, las fiestas tienen un carácter eminentemente popular. Son fiestas porque es el pueblo el que las hace y en las que participa, no como espectador, sino como protagonista. Unas, como ésta de la Navidad, están más ligadas a valores familiares, otras, como la Semana Santa, tienen un ámbito diferente, organizada en cofradías o hermandades. Otras son patronales con las que se identifica un pueblo o una ciudad. Las hay oficiales, en las que lo que se conmemora es un hecho histórico en el que el pueblo participó claramente, sea por haber ganado a los franceses o por haberse dado su propia Constitución. Sólo son fiestas las que la gente vive como tales. Como se dice para la música, “hasta que el pueblo las canta, las coplas, coplas no son”. Lo mismo ha ocurrido siempre con las fiestas de toros, antes de que la globalización del negocio taurino haya ido sustituyendo la Ffesta por el espectáculo. Desde hace muchos siglos, en casi todo el territorio español, no se entiende un pueblo sin fiestas, como tampoco se entienden unas fiestas sin toros. Si observamos, por ejemplo, los datos estadísticos de festejos taurinos celebrados desde que empezara la crisis, podemos ver que mientras ha descendido la cantidad de corridas y novilladas ha aumentado la celebración de festejos populares. Los espectáculos taurinos decaen. Las fiestas de toros en las que el pueblo es protagonista, que también cuestan lo suyo, se mantienen. Y, por cierto, es precisamente ese componente popular lo que hace que a unas elecciones se les pueda llamar “la Fiesta de la Democracia”. En tanto que nosotros mismos nos vamos convirtiendo en simples espectadores, la política deja de ser una fiesta para convertirse en lo que ahora es, un espectáculo de masas globalizado y teledirigido por poderes diferentes a los que creíamos haber elegido. Hasta de la vida íntima de las personas hacemos pasatiempo cuando la exponemos y la descuartizamos en las pantallas en una decadente televisión que convierte en espectáculo cotidiano las miserias humanas. En la medida que nos vayamos cansando de tanto esperpento, surgirá, como siempre ocurre en estos casos, un renacimiento, una vuelta a la lectura, a la reflexión, a un nuevo humanismo para el siglo XXI, que valore más lo natural que lo artificial, lo bello que lo ostentoso, lo verdadero que lo falso, lo que nos une más que lo que nos separa. Y que considere al ser humano más por lo que hace, que por lo que dice. Más por lo que aporte que por lo que tenga.