Imaginando a Juan de Yepes

19 sep 2017 / 12:24 H.

Se os saluda gentes de bien. ¿Me conocéis? Seguro que algunos me habéis leído, y otros incluso me habéis rezado. Y es que, aunque fui bautizado como Juan de Yepes, el transcurrir del tiempo y ciertas humanas intervenciones trocaron mi nombre por el de San Juan de la Cruz. ¿Qué os pasa? No, no soy una aparición. No os arrodilléis, por Dios. ¿Qué decís? Ah, que os impresiona mi aura de santidad. Disculpad que me presente de este modo, pero es mi uniforme de trabajo. Esperad, que en un momento me desprendo del aura y demás atributos gloriosos para que os sintáis más relajados, al fin y al cabo esta es una visita informal. He vuelto a tierras giennenses para rememorar mis últimos días en el mundo, que tuvieron lugar entre vosotros, o mejor dicho entre vuestros antepasados. Recuerdo que crucé Despeñaperros tras poner fin, mediante una fuga, a mi encarcelamiento. Sí, aquí dónde me veis, tan canonizado y tan formal, resulta que en aquellos tiempos, estuve recluido en prisiones en el contexto de las agrias disputas doctrinales entre los carmelitas calzados y los descalzos. Pero ya veis, qué curiosos son los azares del destino, que te castigan con el encierro en una oscura mazmorra en vida, y te premian con la santidad cuando ya has dejado de respirar. En fin, aquí en tierras giennenses me establecí primero en Beas de Segura y más tarde en Baeza, pero fue en Úbeda donde transcurrieron mis últimos días. Y en esta hermosísima ciudad se armó un lío tremendo, que tuvo que ser resuelto por su Santidad el Papa en persona, nada menos. Veréis, cuando los estragos de la enfermedad avanzaban imparables por mi cuerpo maltrecho, expresé mi deseo de ser enterrado en Úbeda. Y mi voluntad se cumplió. Pero qué terribles episodios tuvieron que vivir mis muertos despojos. Como mi reputación de santidad, crecía de boca en boca por toda la cristiandad, resulta que una devota admiradora segoviana, que estaba loca por mis huesos, urdió un plan para robar mi cadáver, que andaba ya algo mermado por el fervor de los ubetenses y el ansia de reliquias de determinadas autoridades eclesiásticas, que un dedo por aquí, unos dientes por allá, habían disminuido el inventario de mis enseres corporales. El caso es que aquella mujer mandó que, en secreto, introdujeran mis restantes restos en una maleta, con la intención de llevarme a la vera del Acueducto, a través de una rocambolesca peripecia, que incluso satirizó Cervantes en un capítulo del Quijote. Y hasta aquella ciudad castellana llegaron mis despojos, tras un sinfín de azares. Pero las indignadas gentes de Úbeda no pudieron callar ante semejante ultraje y pusieron el grito en el cielo. Y aunque en la Gloria no les pudieron resolver la cuestión, en el siguiente peldaño del escalafón cristiano, su Santidad el Papa de Roma se vio obligado a intervenir. Y atendiendo las justas reclamaciones de los ubetenses, Clemente VIII determinó que ciertos fragmentos de mi anatomía les fueran devueltos. Desde aquí reclamaban mi cabeza, pero se tuvieron que conformar con otras partes de mi anatomía, que ahora mismo, no soy capaz de precisar, perdonad que no sea más concreto, la verdad es que confundo los datos y las ideas, porque, lamentablemente, tras toda aquella diáspora corporal... me siento un poco disperso.