La belleza de un paisaje
y la solera de un pueblo

08 feb 2017 / 10:52 H.

Viajo esta semana para pasear y contemplar con deleite un paisaje cuajado de colores verdes, pardos y ,a veces, azulados. Son espacios amplios continuamente extendidos sobre la tierra bajo un cielo grande, azul, intenso e infinito; un cielo que en pocos lugares, como en este, he visto preñado de hermosura y con un turgente reclamo en su desnudez. Al fondo del paisaje se alza una secuencia de abruptas y escarpadas montañas que, solapándose en el relieve, simulan una enorme pared. Y, allá, en la cima, a más de mil metros de altura, se extiende como una vieja lona de cuero y piel, una meseta estrecha, encajonada por las aristas del relieve, pero que se alarga orgullosa en una franja de cerca de cincuenta kilómetros. A un lado y otro de planicie la mirada se pierde contemplando montañas, valles, hondonadas, hilos de agua corriendo como lombrices sobre el terreno. Y en un recodo de la planicie, un caserío con calles trazadas sin cartabón y que tienen en lugar destacado sus plazas y su templos y ermitas. Invito a tomar asiento en un banco de los que hay en la plaza, cuajada de árboles que regalan su sombra. Y no dejen de prestar atención, sin prejuicio alguno, a lo que pasa por la plaza, lo que en la plaza se oye, lo que desde la plaza sale y lo que a la plaza llega. Yo descubrí en mi ultima visita algo nuevo en esta plaza. Y es que resulta extraño ver un lugar público en el que, entre el trajín bullangero, no se pierde ni un ápice de silencio. Y, como sé que ustedes son listos, habrán adivinado que mi paseo de hoy es por Noalejo, ese pueblo asentado en los viejos “Entredichos”, o “tierra de nadie” y fronteriza en donde sus gentes aprendieron dónde están los galgos y dónde los podencos; dónde los moros, dónde los cristianos, dónde los judíos, dónde los que de nadie eran, a nadie servían y en nadie creían.

Fue a finales de octubre cuando, después de unos años, volví a este pueblo. Estuve un largo rato sentado en uno de los bancos de su plaza matriz y principal; viendo a unos y otros, ir y venir; cazando al vuelo alguna que otra conversación de los más viejos que hablaban de algunas gentes y de probables temporales, o al menos eso fue lo que creí oír y anoté, pues, hace años que aprendí que en “El “Novalejo”, sus gentes han aprendido como nadie cómo “hablar callando y cómo callar, hablando”. Lo pensé, cuando oí doblar las campanas de la torre de la Asunción, a la vez que imaginaba cómo debieron sonar antaño las hoy enmudecidas campanas del vecino convento, hoy casa consistorial. Noalejo es una mezcla de silencios y sonidos; de leyendas y sueños; de milagros y curanderías. Y son los “noalejeños” , o “cuquillos”, como los llaman en los pueblos vecinos, gentes dadas al ahorro, que no hay que confundir con la pobreza. Son gentes que, pese a estar a un tiro de piedra de la autovía Madrid-Granada, prefieren no alejarse mucho de su tierra, balconada para otear las muchas serranías que la rodean y que, a la vez que los alimentan, les enseñan sus leyes. Noalejo es un oasis entre altas, escarpadas y bruscas montañas, cuyos secretos conoce y a cuyos oráculos pregunta, como dice el cancionero referido a este pueblo y al vecino Campillo de Arenas: “Cuando Alta Coloma tiene toca, va a llover, o está loca”.

El alma del viajero encontrará emociones nuevas si rodea el perímetro del pueblo y se detiene a contemplar desde cualquier lugar o esquina, las cumbres de Mágina, de Navalcán, de Alta Coloma, de la Sierra del Trigo. Y viajará con la imaginación a las fuentes de donde brotan los veneros de agua que van arrastrando vida y naturaleza en sus cauces briosos. Y sentirá que un hada nodriza de esta tierra de leyendas, lo lleva en volandas por tierras de Granada y Jaén, bebiendo a tragantadas los vientos que, sea en forma de brisa o vendaval, se te acercan para darte la bienvenida a este balcón que , como un regalo, dejaron en esta planicie los dioses.

Y cuando el paseo vaya terminando, es conveniente volver a perderse un rato, buscando llevarte en el alma una canción, un olor, un sabor, un abrazo, un recuerdo, o una sencilla emoción. Y querrá el viajero seguir allí sentado y por sus calles seguir paseando, en sus bares escanciar un vaso de vino y en sus esquinas reír con sus gentes. Al viajero le pasará lo que ya le pasó a la dueña, señora y fundadora de estos pagos de Noalejo, doña Mencía de Salcedo, allá por las postrimerías del Cuatrocientos, cuando, agradeciendo a su católica reina Isabel de Castilla que le hubiera regalado las tierras que por vez primera visitaba, pidió permanecer el resto de su vida en ellas, alegando el cansancio y la fatiga, aunque soy de los que creo que más pesó en ella el embelesamiento que prendió en el alma de la dama de la corte, su deseo de seguir contemplando la simpar belleza que desde este lugar. Y, hasta tal punto quedó prendada que dijo a la Reina: “Señora de aquí , no alejome”. Sí. Y pues es un pueblo de leyendas, concluyan ustedes el origen del nombre del pueblo: “De—aquí—noalejo—me”.