La herencia del poeta de Orihuela

12 oct 2017 / 10:08 H.

Como no podía ser de otra manera, faltaría más, porque la honestidad periodista de nuestro rotativo provincial es un hecho fehacientemente contrastable durante tanto tiempo, ahora, ha abierto, otra vez, la ventana generosa para que salga por ella un aire hernandiano a todos los ámbitos de Jaén.

En esta revista, qué duda cabe, han colaborado firmas diversas del arco cultural de este Jaén, que no solo es aceituna picual, sino Cultura puestas en letras versalitas, cuyo fondo y forma adquiere un carácter especial al tratarse del orihuelense universal como fue el pastorpoeta Miguel Hernández, que guardaba cabras mochas a pie de un algarrobo, leía a los clásicos españoles y griegos, a instancias de su padrino-mecenas Ramón Sitjé. De nuestro poeta podría escribir tantas cosas, pero voy a constreñirme a un poeta que vivió en la calle del también universal geógrafo Claudio Coello. Miguel, seguramente, al oír las campanas de la Catedral se inspiraría en más de un poema religioso, pues sabido es que su poesía religiosa formó parte de su extensa verificación.

Casado con Josefina Manresa, de Quesada, la tierra de Rafael Zabaleta, pintor de las geometrías, conoció a esta tierra con sus virtudes y defectos, con unos olivos plantados con el sudor y la sangre y el escaso jornal de unos hombres que trabajaban la tierra “pa llevá a su casa una cachita de pan y dormir en colchones de farfolla”.

Por eso, los olivaderos altivos y las piedras lunares fueron la materia prima para hacer un bello y social poema que hoy se canta en esta tierras pardas, o amargas, donde el olivar plateado de Machado es nuestro buque insignia rumbo a los puertos de todo el mundo. Comprometido con la causa republicana, ofició de periodista y portavoz de la República en aquella guerra ciega donde la razón, los buenos modos y la concordia compartida, se metamorfoseó en gusano de seda, digo de ceguera, en aquella página triste de nuestra agridulce historia Diario JAÉN, una vez más, y cuantas veces sean necesarias, nos ha presentado un espejo en donde podemos ver, con la natural tristeza la valía indiscutible de un poeta, que nunca tuvo unas pesetas, sino sufrimientos, nanas de la cebolla y otras incontables miserias, hasta que su temprana muerte dijo el adiós definitivo a este mundo, en donde ricos y pobres tienen que entenderse a la fuerza, o con las pupilas mirando de costado. Miguel Hernández conoció Jaén, y algo aprendió de él, y más aun haciendo el merecido honor al refrán centenario, “A quien Dios quiso bien, casa le dio Jaén”, aunque fueran solo nueve meses los vividos en la calle Llana, mecida por el viento de los recuerdos hernandianos, aquel triste poeta sufridor de los horrores y errores de la estúpida guerra civil española, una siniestra sombra que aún nos persigue por los caminos del
enfrentamiento.