La inalterable estampa de un paso entre altos caseríos

15 feb 2017 / 11:31 H.

Para pasear por La Puerta de Segura hay que tomarse tiempo; no valen las prisas ni el azaroso caminar a zancadas, ni la velocidad del automóvil. Este es uno de los pueblos que mejor sabe regalar la mirada del viajero que se detiene en él y decide pasear por sus empinadas calles o por la ribera del río. Su estampa quedó bien grabada en la retina de Luis Bello, pedagogo y escritor, quien en 1929, en su libro “Viaje por las escuelas de España”, dice refiriéndose a él: “Tiene este llano parajes bellísimos, cortijadas como la de Catena, tierra feraz, olivos muy ricos, pinares. Al fondo, el Yelmo, nieve y viento; y una luz clara y fina que con los crepúsculos se avalora con la límpida transparencia del aire”.

Da igual que el viajero entre al pueblo desde Orcera, Siles, Benatae o Puente de Génave. Siempre encontrará en el mapa los mismos elementos: un río adolescente, los restos de una vieja presa y de unos viejos muros de su recinto amurallado coronado por su castillo, un puente firme, un caserío deslizándose por las laderas de los dos cerros que lo cobijan y una larga calle que lo atraviesa como si de su espina dorsal se tratara. Siempre los encuentras igual, tanto si entras en la serranía como si sales de ella, embriagado por el hechizo de las altas sierras. Ahí está el pueblo, vertebrado por el silencioso correr de las aguas del Guadalimar que baja desde tierras de Albacete para encontrarse con el Guadalquivir. A ambos lados se levantan, como vigías del tiempo, las dos barriadas que, desde lo alto, oteando lejanías, acurrucan el cauce que se cuela bajo el viejo y bien trazado puente. Son las barriadas que llaman “Las Riscas”, a una, y “El Peñón”, a la otra, desperezándose desde las altas y rocosas balconadas que dan forma a este pueblo “aduanero”. Lo dicen los porteños en una de sus antiguas canciones: “Porque yo soy de Las Riscas y tu eres del peñón y tu madre es el río que nos separa a los dos”. Desde aquella se desliza un blanco caserío, trazado de forma desigual y en cuyas calles rezuman aún viejas esencias de lo más genuino de este pueblo que nació para ser puerta y enclave aduanero. Al otro lado, en lo más alto del Peñón, el viejo castillo, en donde cuentan nació el cardenal Dávalos, arzobispo de Toledo y Granada, en donde fundó su Universidad. El paso de la Historia fue cuajando lentamente esta población que hoy cuenta con poco menos de 3.000 habitantes. Lugar otrora dependiente de Segura de la Sierra tras la conquista de Pérez Correa, su castillo servía de vigía al acceso por el valle del Guadalimar o por el Camino Real, como también hacían esta función las cercanas torres de Burjalame, no lejos de este pueblo que se emancipó de la villa matriz en 1833, con motivo del nacimiento de la provincia como nueva estructura administrativa. Más tarde, en 1917 se le incorporó el apellido “de Segura”, tal y como hoy es conocido el municipio.

A la vez que el caminante va observando los altos caseríos y cruzando la avenida con sus árboles frondosos, recuerda que fue este lugar cuna de dicho cardenal Dávalos o De Ávalos, como llamaban a su madre, que dicen está enterrada en la capilla de la ya derruida fortaleza. También recuerda que aquí nacieron Clavijo, el poeta recuperado por caballero Bonald; Pedro Ardoy Sánchez, los hermanos escritores Sebastián y José Bautista de la Torre y el primer premio Planeta, Juan José Moreno Mira, hábil escritor, militante comunista clandestino que en 1952 “coló” a la censura y al jurado su crítica novela “En la noche no hay caminos”. Pero si este pueblo tuvo un paseante de excepción, ese fue Martínez Ruiz, “Azorín”, habitual visitante del pueblo en donde vivía uno de sus hermanos. Pero si es pueblo ilustre por sus ilustres hijos o visitantes, más ilustre lo hacen sus gentes, los porteños, avezados en el cultivo de la tierra, el olivar, la madera, los oficios artesanales, la acequia, la huerta o esa vida que se esconde en caseríos como Los Pascuales o Bonache. Un pueblo que a lo largo de los siglos ha sabido sacar riqueza de su enclave estratégico.

La carretera que atraviesa el pueblo transcurre acompañada por hileras de arboles de los que los porteños se sienten orgullosos. Aún recuerdo cómo “se armo la marimorena”, hace casi treinta años, cuando a un alcalde, no nativo del pueblo, se le ocurrió arrancar una magnolia de las muchas que bordeaban la carretera y que llegaban hasta la balconada desde donde se divisa correr el río por entre huertas y pequeñas hazas de regadío. Los arboles son su riqueza y han dado sombra y cobijo al viajero, pero también a los vecinos que tienen su lugar de plática, recreo y encuentro en el cruce que conforma el puente entre la plaza del Ayuntamiento y la plaza que da acceso a la parte alta, junto al templo parroquial de san Mateo, incendiado por los franceses en su huida en 1810, dejando, según cuentan, una costumbre aun viva, la de “tirar pólvora en salvas” cuando se acercan las fiestas de san Blas y el pueblo entero huele a pólvora, mientras por doquier corren los “carretilleros” con no poco peligro a veces, pero fieles a la vieja tradición, iniciada, al parecer, cuando con fuegos de artificio hicieron creer a los gabachos que allí se escondía mucha y buena pólvora para la artillería.

Pero es su puente el lugar mágico sobre el que pivota la vida y la historia del pueblo. Un documento fechado en 1575 decía de él: “La cosa mas fuerte que hay en España porque es de más de veinte varas de ancho y ninguna avenida ni alteración del río de piedras ni pinos porque todo es de hormigón y pisón muy fuerte”. El puente es el símbolo de su historia y del carácter de sus gentes. Es símbolo de esfuerzo y tesón y de cómo sus gentes han sabido hacer frente a la naturaleza y aprovechar respetuosamente sus riquezas.