La izquierda caníbal

20 feb 2017 / 10:34 H.

Uno de mis cuadros favoritos representa a Saturno devorando a sus hijos. A dentelladas secas y calientes, escribiría Miguel Hernández. En ese lienzo la sangre chorrea, pone la nota del horror en aquel tenebroso retazo del inmenso Goya. La izquierda, la española, sigue haciendo verdad y realidad, realidad pura y dura, el aserto de que “la revolución devora a sus hijos”. Siempre. Da igual que pensemos en Robespierre, en Lenin, en Fidel Castro o en Mao Zedong y su cuadrilla. Lo que une a lo que se viene llamando izquierda en la época contemporánea es su entusiasmo caníbal, antropofágico, la percepción de que el peor enemigo no es el más distante sino el que tienes más al lado, casi el compañero de habitación en un hotel de tres estrellas. Durmiendo en camas separadas, eso sí, pero compartiendo la respiración del otro, soportando el ronquido molesto de tu colega de congreso, asamblea o convención. A estas cavilaciones, más bien amargas, me transporta el panorama patrio de los últimos meses, la interminable, sangrienta guerra fratricida librada en el ámbito de la socialdemocracia por un lado, y en el frente populista de la izquierda “transformadora” por otro. ¿Quién iba a decirle hace un año al encumbrado Pedro Sánchez que sus peones de brega de entonces, que quienes le auparon (tal vez inmerecidamente) a lo más alto de la cima, son los mismos que le habrían de despeñar? Acusado de inconsciente, de inmaduro, de traidor a las esencias y —en el colmo del ridículo y la desfachatez— hasta echándole en cara ser un “guaperas”. ¿Y qué pensar de la faena ejecutada en el ruedo de Vistalegre con el cardenal-infante D. Iñigo Errejón como morlaco astifino al que apuntillar en medio del griterío de la plaza que vocea unidad-unidad-unidad? García Lorca cubre, en algún lugar, su rostro horrorizado, que no quiero verlo, que no quiero verlo. El manantial de sangre, derramada meses atrás en la calle Ferraz, ahora en el coso madrileño de segunda categoría, clama en medio del desierto. Inútiles las advertencias de quienes conservan algo de sentido común. Un chorro incontenible se abre paso por entre las heridas abiertas... en contraste con los achuchones y carantoñas que se propinan en otros lares ciudadanos y populares, que lo mismo da el poder del que manda que la ambición del socio en espera de las migajas caídas de la mesa. Ahí está la clave que une al espacio conservador, el mantenimiento del poder: un cemento indestructible. Reconozco que este gen autodestructivo en las fuerzas progresistas no me coge de sorpresa. Comunistas, socialistas y anarquistas ya hicieron lo suyo durante la II República, inmovilizando en bastantes ocasiones al bando republicano frente al desafío del golpe militar y fascista. A lo largo de la posguerra se desarrolló una batalla de legitimidades en el espectro socialista, al tiempo que sucesivas purgas (Claudín, Semprún) oscurecían el entorno del PCE. Siguió la desbandada provocada, en plena transición, por el autoritarismo, feroz y centralista, de Santiago Carrillo y sus más fieles seguidores estalinistas, hasta quedarse en cinco diputados (1982). Admitamos que estos duelos a garrotazo limpio (de nuevo otra imagen goyesca acude a mi cerebro) no son exclusivos de la izquierda. Ïñigo Cavero, aquel orondo bonvivant ministro de Suárez (miembro del Opus Dei) acuñó con fortuna una frase lapidaria: “¡Todos al suelo!... ¡Que vienen los nuestros!”, anunciando con letal precisión el hundimiento ucedista. Pero en el terreno de las puñaladas florentinas, las maniobras maquiavélicas y los anatemas definitivos, la izquierda se las ingenia de lujo. En Italia han sacrificado a Renzi, en Francia la división del socialismo anuncia catástrofe en las presidenciales. ¡Menos mal que nos queda Portugal! Habría que pagarles el viaje, en todo terreno, a Pedro, Patxi, Susana, Pablo, Íñigo, Alberto... ¡Todos juntos! Sentarles frente a un buen bacalao, con vistas al Tajo, y decirles que se quedan (exiliados) en Lisboa, releyendo a Saramago, mientras no arrojen los puñales al río. ¡Qué cosas se te ocurren!, me diría mi padre. Sonriéndo.