La juventud perdida

29 abr 2017 / 11:20 H.

Restos de cera se mezclan con charcos de hielo derretido, en una céntrica plaza. Amanece la madrugá con contenedores de basura repletos, negro asfalto chillón, aleteo de bolsas blancas, y moqueta natural en cáscaras de pipas. Al resguardo del contrafuerte de una iglesia renacentista, un trabajador del servicio de limpieza se afana con su escoba en formar un montón de basura, impregnado de ocre acuosidad, y afilados vidrios rotos. Una resbaladiza lata de RedBull se escapa y rueda calle abajo, hasta chocar con la marquesina de una parada de bus, en el que se puede leer “No se trata de limpiar más, sino de ensuciar menos”. Las puertas del templo se abren para recibir a las camareras de la Soledad, que hará estación de penitencia a la tarde. Las acompaña un hombre, de tez morena y pelo blanco, orgulloso del pasado, y preocupado por el futuro, que reniega de la juventud, espetando “hay que ver, que no respetan las tradiciones, que no se puede permitir que a pocos metros de las procesiones estén de botellón y, fíjate cómo lo ponen todo. Perdido”. Todavía pasarán muchas lunas llenas de primavera hasta que la provincia de Jaén recupere el nivel de empleo que tenía antes de la crisis. Aquel monte calvario debió ser alguna peña de esta serranía, catalogada hace 30 años Parque Natural, y cuyo pueblo ora en el sempiterno huerto de olivos. Si, algo menos de lo previsto, pero 500.804 toneladas de aceite saldrán este año, y a muy buen precio, de este huerto amenazado por plagas de oriente. Sol y buen tiempo, que echa a jóvenes y no tan jóvenes a la calle, a disfrutar de una primavera “low cost”, con bolsón de botellas y patatillas para unos, y cerveza con su buena tapa para otros. Un grupo de jóvenes, sentados en el suelo, retan el frío del alba, y ríen recordando algún versículo de su pasión de madrugada. En el centro, una buena rosca de churros pellizcada, cuya forma emula los anillos de la platónica Atlántida. Ahora, cuando las exiguas baterías han callado los smartphones, disfrutan de la red social más cercana, y charlan aferrados entre sus manos, al calor de un humeante chocolate. Cerca de ellos, en el tercer anillo, y cazando los primeros rayos de sol, nuestro atlante prosigue su tesis relativa a la juventud perdida. El periódico local anuncia que la retribución media de las imposiciones a plazo fijo ha pasado del 0,08% al 0,14% en lo que llevamos de año. Sin duda, un buen dato, entre tantos otros indicadores de recuperación económica. Mientras señala la hoja del periódico, le comenta a un vecino “es una vergüenza los chavales, con piercing, tatuajes y pantalones caídos, ¿Dónde van a ir, y cómo van a ganarse la vida?”. El acompañante, le dice, “cualquier tiempo pasado no es mejor, ni peor, sino anterior”, y le tranquiliza argumentando que “los hijos de hoy se parecen más a su tiempo, que a sus padres”. “Menuda vergüenza —responde— la culpa es del Ayuntamiento, que tendría que mandar el botellón a las afueras, y no permitirlo aquí, justo al lado de las terrazas y la gente civilizada”. El acompañante le replica —“¿qué es lo que molesta? El problema del botellón no se resuelve tapándolo. Que sepas que, entre seis chavales, se beben dos botellas de ron y una de whisky, y tocan a 10 euros. Lo que debe molestar es que no se controle esa ingesta de alcohol, en gente tan joven —y prosigue— Estarás de acuerdo conmigo en que nuestra juventud gusta del lujo y es mal educada, no hace caso a las autoridades y no tiene el menor respeto por los de mayor edad. Nuestros hijos hoy son unos verdaderos tiranos. Ellos no se ponen de pie cuando una persona anciana entra. Responden a sus padres y son simplemente malos”. El hombre de tez morena y pelo blanco responde, que lamentablemente así es. A lo que el otro concluye diciendo, “Son palabras de Sócrates en el año 400 antes de Cristo, y aquí estamos.”