La nueva Icaria

03 mar 2017 / 11:30 H.

En los tiempos del Bachillerato, la edad de los valores abstractos, despertaron en mí más simpatía los griegos que los romanos. Pues si bien a ambos pueblos les envidiaba el trajín aventurero del ir y venir a todos los confines del Orbe conocido, admiraba de los primeros que lo hicieran con el bagaje cultural de sus filósofos y sus poetas, mientras que los segundos, arrogantes, ahítos de legiones y centuriones, “manu militari”, que dirían ellos, expandían las esencias del imperio a garrotazo y tentetieso. Y ya sé que me dirán que esto que cuento tiene tufillo demagógico, que ahí está Séneca, pero yo a Séneca siempre lo he tenido más como un andaluz de raíz profunda. A los estudiantes de ciencias, el latín se nos acababa con la Guerra de las Galias, y de los griegos solo nos quedaba, y en clases particulares para mediopensionistas, la Mitología. Pues bien, cuentan las crónicas mitológicas sobre Dédalo que fue el hombre de mayor ingenio de su tiempo. De oficio arquitecto, escultor y maravilloso artífice de la piedra, hasta tal punto que se llegó a decir que sus estatuas cobraban vida como si fueran criaturas de carne y hueso. Tenía Dédalo un sobrino llamado Talos, muchacho este avispado como el que más, pues a corta edad ya habían inventado el torno de alfarero y la sierra de cortar, amén de otros ingeniosos utensilios. Celoso su tío y maestro, Dédalo, de la fama alcanzada por el muchacho, lo mató, siendo descubierto mientras lo sepultaba. Para librarse del castigo impuesto por el tribunal del Areópago huyó a la isla de Creta, donde el rey Minos le dio asilo a condición de que construyera un laberinto, el laberinto por excelencia, para encerrar al minotauro, ese monstruo mitad toro y mitad hombre, de terrible aspecto, que le tenía quitado el sueño al rey. Construido el laberinto, Dédalo soñaba con volver a su patria. No le seducía la idea de vivir en un lugar enteramente rodeado de agua, y pensó que salir volando era la mejor forma de huir. Metódicamente, y mediante un extraordinario ingenio, fue atando y encerando entre sí un gran número de plumas de ave hasta conseguir unas verdaderas alas. Su hijo Ícaro le ayudaba con esmero en tan artística labor. Construidos los artefactos voladores, uno para Dédalo y el otro más pequeño para Ícaro, se elevaron los dos por el aire suavemente y abandonaron la tierra del laberinto. Solo una recomendación le hizo Dédalo al joven Ícaro, que no volara muy alto pues el sol derretiría la cera que unía las plumas y desarmado de tal guisa el artefacto caería en picado hacia los abismos. Pero Ícaro le tomó el gustillo a eso de remontarse cada vez más y más, ocurriendo lo propio en estos casos. El sol quemó sus alas y el jovenzuelo se precipitó a tierra desde el cenit de sus triunfos. Al lugar donde ocurrió tan luctuoso suceso le llamaron Icaria. Pasados, tiempo ha, los años del bachillerato y casi olvidado el culebrón mitológico, nos renace en el paisaje de la postmodernidad y de la postverdad una nueva Icaria, abismo donde van cayendo todos aquellos cuyas alas fueron quemadas por el sol del pelotazo, la falta de escrúpulos y la indecencia insolidaria. El paisanaje de a pie de esta nueva Icaria anda cabreado, estupefacto, perplejo, viendo como Dédalo no sabe salir del Laberinto que él mismo construyó para encerrar al Minotauro del unte, el enganche y la comisión. Los jueces del Areópago no olvidan lo del joven Talos y han decido meterse en el Laberinto en busca de Dédalo y el Minotauro. El rey Minos, preocupado, decepcionado por aquel que se pierde en sus propios laberintos. Al final, el tiempo dirá quién acabará comiéndose a quién, pero por lo pronto la palabra honrado ha dejado de ser sinónimo de gilipollas y perdedor. Mientras tanto Ulises y sus argonautas siguen buscando el espíritu de la transición en el Olimpo y a la sufrida Penélope le han vuelto a subir el precio del butano y de la luz mientras teje y desteje el presupuesto familiar para poder llegar a fin de mes. Y es que, como decía el poeta, nos paren con cuentos, nos mecen con cuentos, y a la luz de cuatro cuentos nos hacen ciudadanos de la Eternidad.