La señora Isabel

07 oct 2018 / 12:36 H.

La señora Isabel, desde su balcón, ve con indisimulado miedo el titilar de las antorchas transcurriendo bajo sus pies. Ella vivió, por dolorosas circunstancias familiares, marchas similares en otro tiempo, en otras tierras y, quizá por ello, cierra los ojos para no ver, para no recordar. La señora Isabel recoge a sus nietos todos los días en una escuela en la que no existen símbolos de la lengua que siempre ha utilizado como oficial de su país aunque comprenda y chapurree la que se la ha inoculado a los suyos desde la más tierna infancia sin que nada ni nadie lo haya podido evitar. No quiere ni pensar en los altercados que se produjeron cuando otra familia conocida intentó legalmente revertir ese “olvido” lingüístico en el ámbito escolar. La señora Isabel cada vez ve menos la televisión oficial del lugar. Sus proclamas, manipulaciones y tergiversaciones le producen un nerviosismo que le impide casi razonar y cuestionar lo que ve. Más allá de las propias imágenes y de la tendenciosa “banda sonora” ella tiene muy presente el culto al líder que llevará al pueblo a la felicidad, la propaganda que lleva al ostracismo —o a peores escenarios— a quien no comulga con el status oficial, la persecución de los contrarios o el agrupamiento social en un movimiento único que no contempla atajos en cuanto a la consecución de sus ilegales planteamientos. La señora Isabel intenta rebelarse contra sus pensamientos y se dice que lo que está viviendo no puede tener los tintes que cada vez más se le presentan vívidos en su memoria. Palabras como fascismo o nacionalsocialismo la atacan desde sus vivencias pasadas y se le presentan como referentes frente al día a día que le toca vivir. La señora Isabel intenta descubrir caminos sensatos por los que discurrir. Quiere pensar y confiar en que todo cambiará el día menos pensado y que la cordura, la ley y el buen juicio se impondrán frente a la alienación que inunda las calles y, lo que es peor, las mentes. La señora Isabel cierra su balcón pero el sonido de la marcha penetra, como gélido viento, por las rendijas. Su corazón dolido traduce las notas que le llegan: “¡Retrocedan esas gentes, tan ufanas y arrogantes!; ¡Echad mano de la hoz, en defensa de la tierra!; ¡Llegó la hora, segadores!; ¡Que tiemblen los enemigos al ondear de la enseña”. La señora Isabel, estremecida, se aleja del balcón pero en sus ojos aparece una y otra vez esa enseña estrellada que, lejos de ser símbolo cordial de unión y camaradería, no es sino emblema de enfrentamientos totalitarios, algaradas falsamente victimistas y manipulaciones intencionadas. La señora Isabel intenta conciliar el sueño pero no lo consigue. Le duele el alma. Le duele la historia. Le duele la verdad.