La trinchera está en la acera

19 ago 2017 / 11:26 H.

Vuelve el terror a las calles y con él la sensación de vulnerabilidad en Europa, de ser blancos fáciles en movimiento. Este dolor planificado no descansa, nos asalta en vacaciones y propaga la idea de que no se está a salvo en sitio alguno. Mientras el yihadismo salafista pierde bastiones donde propagar su idea ultramontana del islam, sin Siria ni Irak donde propagar su imperio violento, la pretensión de llevar su guerra santa a cada punto neurálgico europeo cobra más sentido. A estos aprendices de profetas del apocalipsis no les importa camuflarse en camisetas de Dolce&Gabana, quizá incluso les cueste abandonar esta vida de lujo impostado, de redes sociales, de “selfis”, de salidas nocturnas donde beberse la palabra sagrada. Sus atajos religiosos son pecados veniales si se tiene en cuenta que pasarán a su historia tarada con una gran acción para la causa. 13 muertos y un reguero de heridos que aumentarán esa luctuosa cifra es el éxito de un atentado que, según los investigadores, estaba bien planificado y que, como ya se apunta, tenía previsto sembrar el dolor de manera más certera y con más acciones de apoyo. El atentado de Barcelona, como lo fue el sangriento 11-M en Madrid, ataca un modelo de ciudad abierta, cosmopolita, donde cualquiera que venga de fuera puede luchar por conseguir su trozo de futuro, un poco de dignidad —lo que los estadounidenses, siempre más ampulosos, llaman el sueño americano—. Es aquí en ciudades globales donde también pasan inadvertidos estás células durmientes que son capaces de vivir en dos mundos radicalmente opuestos. Uno abierto, occidental, con unas luces y unas sombras, que les permiten, no obstante, tener derechos y obligaciones; y otro, cerrado, que se retroalimenta del rencor, del odio, y que solo existe en soflamas predicadas por la red y escuchadas en cuartos poco ventilados. Su drama, además, es que su paraíso terrenal, como el del más allá, no existe. De hecho, ellos con el baño de libertades occidentales no tendrían cabida en muchos de sus territorios míticos. No querrían ni para ellos ni para sus familias unas bridas ideológicas tan severas. En ese choque entre dos mundos se convierten en apátridas, sin un lugar en el mundo, con el peligro que ello conlleva.

Ante esta situación, y dada que su precariedad terrorista no requiere de grandes recursos, el cuerpo a cuerpo, tan rudimentario como efectivo, pretende quitarnos el sueño y sembrar de desconfianza las calles de nuestras ciudades. Mirar cruzado al diferente, que el miedo tome decisiones por nosotros es una forma de derrota y, como en la lucha policial, judicial y social, no se puede dar un centímetro de ventaja al enemigo. Conviene, de igual forma, que las hordas vociferantes “wasaperas” vuelvan a sus juegos en red, a las cadenas y a las fotos de gatitos. En muchos de los mensajes que pululan hoy por nuestros móviles hay un indisimulado racismo, ciertas ganas de ajustar cuentas con no se sabe que vieja contienda. La inmigración, legal o ilegal, como base de todo mal y explicación demagógica de lo ocurrido y de lo que quede por llegar. Esta guerra abstracta no requiere de trincheras, o peor aún, las lleva hasta nuestras aceras. En este mapa del dolor, el viejo y sabio Al Andalus tiene varios hitos que supondrían mucho valor añadido como altavoz de lucha contra los infieles. Sabemos que estamos en su agenda, pero no por ello debemos de dejar en el equipaje nuestros valores. No lo hicimos antes con los del pasamontañas y su adicción a la Goma-2, tampoco ahora tiene sentido someternos a las órdenes de iracundos con barbas pobladas y necesidad de sangre impía. Eso no implica, en cualquier caso, que dejarse llevar sea una opción. El rosario de células yihadistas en suelo español desactivadas y con sus miembros en la cárcel es uno de los caminos. Adentrarse socialmente a sus pretendidos y buscados guetos, otro. Si el poder de la palabra les lleva al combate, quizá con otras palabras se pueda desactivar la carga de odio de la que son portadores.