Los impostores
Por muy satisfechos que estemos de nuestra vida, siempre fantaseamos con las que hemos dejado de vivir. Elegir es siempre renunciar, y lo real está hecho a base de descartar posibilidades que ya nunca serán. A veces incluso imaginamos vidas imposibles, trayectorias vitales que, por el lugar o el momento en que nacimos, nos estaban vedadas. ¿Cómo sería mi vida si hubiera acontecido en el siglo XVIII en París? ¿O si fuera el príncipe heredero de Noruega? Tal vez esto explique por qué nos fascinan los impostores. Ellos saltan esos límites y viven una vida que no es la suya. Por supuesto, los hay de todo tipo. Quien falsifica un título universitario no está burlando límite alguno, sino ahorrándose un esfuerzo que desdeña hacer. Son impostores de poca monta. Me gustaría ilustrar mediante dos ejemplos impostores más interesantes. Un día de octubre de 1748 atracó en Sevilla una lujosa embarcación en cuyas velas estaban bordadas las armas de Módena. Los extranjeros, brillantemente ataviados, se alojaron en la posada de la Reina. Poco después se supo que se trataba del Príncipe heredero de los estados de Módena y su séquito, entre los cuales estaba el Marqués de Ragni. Se le puso una guardia para custodiar su casa y escoltar a su persona, y se fueron presentando el Asistente, el Corregidor y demás personalidades. La ciudad le agasajó pública y privadamente, pues además de las visitas oficiales en que se le recibía con pompa y boato, los jóvenes de las principales familias le enseñaron las diversiones no siempre honestas que la ciudad ofrecía. Mientras, en Madrid habían recibido los despachos que desde Sevilla les remitieran informándoles de la visita y, extrañados de no tener notificación alguna por parte de Módena de la visita de su Príncipe, como era protocolario, se pusieron en contacto con el representante español en aquella corte y se supo que todos los príncipes de aquel Estado estaban en su país, lo que se transmitió rápidamente a Sevilla. Detenido y encerrado en la Torre de Triana (la mayoría de su séquito había actuado también engañada), él seguía declarándose Príncipe de Módena. Consiguió escaparse (luego justificaría su huida diciendo que no se le trataba como correspondía a su rango) y refugiarse en el convento de San Pablo, acogiéndose al derecho de asilo, pero finalmente fue detenido y llevado a un oscuro calabozo de la cárcel Real. Acabó condenado al presidio de Ceuta. ¿Quién era realmente este impostor? El pintoresco personaje había servido a un noble oficial de la Guardia de Corps de Luis XV y, tras robarle, consiguió huir a Méjico, donde se hizo pasar por un comerciante, y luego recorrió otros países de la América española como viajero distinguido. Cuando el dinero empezó a faltarle, ideó la farsa principesca y se presentó en la isla de la Martinica, donde fue agasajado por el gran Almirante de Francia y donde fácilmente obtenía dinero de comerciantes y banqueros. Su fino instinto le advirtió de que era llegado el momento de levantar el vuelo y fue así como apareció en Sevilla, donde a lo largo de cinco meses mantuvo en vilo a sus habitantes, y de la cual el Asistente y el Corregidor, deseosos de echar tierra sobre un asunto en el que habían pecado de cándidos, ordenaron que saliera de noche, encerrado en una calesa para mayor seguridad. Pasemos al otro caso. El Almirante del Dreadnought, orgullo de la marina británica a principios del siglo pasado, recibió con todos los honores al emperador de Abisinia. Dado que había avisado con poca antelación, no se pudo encontrar una bandera de ese país, y se izó la de Zanzíbar. Pero eso no pareció molestar a su Majestad y su séquito, que visitaron el barco y concedieron honores militares de su país a algunos oficiales. Poco tiempo después, un periódico publicaba que la delegación imperial era un realidad un grupo de amigos ingleses tiznados y con barbas postizas. Entre ellos estaba Virginia Stephen (futura Virginia Woolf) y el famoso bromista Horace de Vere Cole. Al conocer la noticia, el Almirante debió sentirse como el Asistente y el Corregidor sevillanos.