Los viejos cines de Jaén

11 feb 2017 / 11:25 H.

El cine Palafox de Madrid va a cerrar a finales de febrero para que lo sometan a una amplia remodelación, con nuevo propietario, que cambiará radicalmente su fisonomía, aunque seguirá siendo sala cinematográfica. El Palafox era el único cine que quedaba en Madrid con el aroma aún dentro de las gotitas de Chanel con las que dormía Marilyn Monroe como única indumentaria. Tenía un lujo decadente, unas bombillas nostálgicas, una vejez solemne. El patio de butacas era muy amplio y conservaba algo de esa remota elegancia de cuando era “cine de estreno”, ese lujo de sábado de primeros de mes con la nómina reciente de la gente de los barrios, que acudía a los cines de la Gran Vía o de la zona de la Glorieta de Bilbao, mucho más caros, a ver una película recién llegada de Hollywood, o lo último de Paco Martínez Soria junto a una Florinda Chico joven y siempre algo “ordinariona”, actriz popular, en esa ciudad de la que pocos años antes Gómez de la Serna había escrito: “Madrid es meterse las manos en los bolsillos como nadie en el mundo”.

El Palafox iniciaba la sesión con una proyección de anuncios y un “tráiler” de la película que “próximamente” se daría en la sala, y las luces se encendían antes del inicio de la película para que el público fuera al bar, “visite nuestro bar”, o un vendedor con un traje de una suntuosidad desgastada, como de noble destronado del Palacio de Blancanieves, entraba por la puerta al grito de “hay pipas, caramelos, chicles”. El Palafox era costumbrismo porque aquel Madrid era costumbrista. Lo escribió cuando entonces Francisco Umbral: “Madrid sigue siendo capital sedente que echa varias horas delante de una taza de café y una copita de anís”.

En Jaén estaba el teatro Cervantes, en la Carrera, que los domingos por la mañana tenía una sesión infantil que los niños esperábamos con impaciencia toda la semana durante las duras clases del colegio de San Agustín. Del Cervantes conservo un recuerdo idealizado, tal vez erróneo, de un teatro maravilloso, pequeño, de estilo Sabatini, cálido en invierno, acogedor, en cuya pantalla aquellos cowboys impartían una justicia a tiro limpio pero noble que nosotros creíamos que luego nos encontraríamos en la vida real. El Cervantes era un tesoro de Jaén que alguien ordenó derribar a principios de los 70 sin saber que bajo sus escombros quedaría sepultado para siempre Gary Cooper. Y estaban en Jaén los cines de verano. El San Lorenzo, cerca del arco, donde por la noche parecía que surgía algo de fresquito en el severo ferragosto jienense. O el Rosales, en la calle Martínez Molina, desde el que siempre se veía, asomados a uno de los balcones de una casa grande y blanca que había al inicio de la calle Alcalá Wenceslá, a unos niños contemplando tranquilamente desde allí la película, y yo los envidiaba silenciosamente, porque esa noche ellos compartirían tranquilamente un bocadillo desde su propio hogar con el sargento O’Hara. Y, naturalmente, el Darymelia, en la calle Maestra, el cine que más me ha gustado siempre, al que, de adolescente, un tío mío me llevó a ver ‘El amor del capitán Brando’, película colosal, de una poesía suave y amarga, con los pechos jóvenes y breves de una Ana Belén jovencísima, y ese día decidí que mi vida tenía que cambiar. Nunca más volví al cine con mi tío, sino que lo cambié por alguna adolescente fascinante que se pareciera a Ana Belén, porque entendí que la vida sería mejor si se parecía al cine.