Marquesinas calientes

18 nov 2018 / 12:15 H.

Arquillos (Jaén). Esa es la respuesta de Ana Mari, una genial Inma Cuesta, cuando le preguntan que de dónde es en “Arde Madrid”, esa serie de la que tanto se habla que incluso se ha colado en las marquesinas de nuestros autobuses jiennenses al ritmo de “lo cortés no quita lo caliente”. Y no es una errata sin corregir. Aquellos locos años sesenta lo fueron solo para Ava Gardner envueltos en ese glamuroso blanco y negro con que Paco León nos acerca a un tiempo del que cuesta mucho sentir nostalgia si lo escudriñamos con ojos de realidad penosa, castrada, circunspecta y oscura de la “mid season” del franquismo. Pero para la Gardner la vida en España fue, como apunta el dicho de la marquesina, caliente y, con ella, la de ese “cuerpo de casa” que la rodea. Ana Mari, Manolo y Pilar, es decir, Inma Cuesta, Paco León y una tierna Anna Castillo, nos enseñan al pueblo que sueña con lo que no tiene y eso incluye una maraña de sexo que la mujer del momento tenía vedado por el régimen y sus advocaciones nacional-católicas. Las excelsas fiestas indiscriminadas con final feliz para “el animal más bello del mundo” fueron el pan nuestro de cada día durante la estancia de Ava en Madrid. Gitanos, taxistas, toreros o cualquier macho ibérico dispuesto a la faena fueron sus compañeros de cama, alcohol y despertar resacoso. Antológica es la famosa anécdota de la apuesta con Dominguín, que no aparece en la serie, en la que en un improvisado concurso de beber bourbon, el diestro y la estrella se retaron a ver quién aguantaba más bebiendo de un trago. Él se bebió un cuarto. Ella la botella entera. Los prebostes del régimen, claro está, desconfiaron de semejante río de libertad desbocada y es ahí donde la serie nos descubre que Ana Mari es una infiltrada de la Sección Femenina, representada por una peculiar Carmen Machi, para poner en conocimiento de la autoridad todo aquello que pudiera entenderse como “enredo comunista” en el entorno de la actriz.

Y así, en mitad de aquella represión, pobreza, autarquía y rodajes de la factoría Bronston como “55 días en Pekín”, Ava vivió su sueño español. Aquí pudo alejarse de las imposiciones del lejano Hollywood, nadar en botellas del alcohol y capear entre llamas de sexo emborrachado. Algo que Ana Mari, reprimida discípula de Pilar Primo de Rivera, va descubriendo con gozoso dolor y progresivo frenesí quizá como espejo de lo que el país iría viviendo lenta pero inexorablemente hasta alcanzar el éxtasis de una libertad imaginada. Aún hoy, paseando por Gran Vía, siempre me asalta el pensamiento de que, a la altura de Chicote, podría toparme con Ava Gardner, bourbon en mano, dispuesta como solo ella podría hacerlo, a incendiar Madrid.