Medir la desmesura

12 mar 2017 / 11:17 H.

Pudiera ser que los españoles adoleciesen de carencias en la autoestima, de manera que, desde el siglo XVIII, el grado de prestigio de la intelectualidad de este país correlacionase positivamente con su invocación de hispanofobia, prestando absoluta anuencia a la leyenda negra. Aun hoy, existen historiadores que dirimen comparaciones entre las ejecuciones de Calvino y las de la Inquisición. ¡Vaya tontería! Tal vez, lo que hoy deba de indagarse vendrá referido al volumen de desmesuras que nos vemos obligados a soportar y si tolerarlas nos convierte en la “rara avis” de Europa. No lo sé. Aunque identificarlas opera como paliativo que no nos hace acabar con la depresión, pero la atempera; y ello si no examinamos el exterior de esta piel de toro donde comienza a acomodarse la esquizofrenia, precisamente en la persona o país de ese chico americano de zumosol que se supone iba a proteger a los más débiles. El relato pormenorizado de desmesuras lo explicita la prensa diaria aunque, en ocasiones, a ésta no le consten detalles sangrantes como la circunstancia de que la asociación “hazte oír” que fletera el bien denominado “odiobus”, fue declarada asociación de interés general; no sobamos o si sabemos que tal interés, se relaciona con la inseguridad y temor que puede generar entre los menores al verse afectados por un mensaje que proscribe y anatematiza a los diferentes singularmente a los más vulnerables. La defensa de los ultracatólicos —¡qué odiosos los ultra, vengan de donde vengan!— es el hecho fundamental a la libertad de expresión, como si tal derecho no tuviese sus límites, entre los que destaca la estupidez. Léase la interpretación que por los soberanistas catalanes se ha realizado de la gesta del Barcelona en la eliminación de los parisinos, atribuyéndola a Cataluña, como patria y hurtándosela a Brasil, a la Argentina, a Alemania, a Serbia... ¿Cabe, acaso, mayor desmesura? Todo se justifica por la adscripción a una determinada cultura. En la transición, época de exaltación autonómica y nacionalista, abundaron las celebraciones de congresos de todo tipo de culturas. El primero el Congreso de la Cultura catalana, a la que meses después se siguió la andaluza y la de la práctica totalidad de las regiones de España. Verdad es que el concepto de cultura se ha deteriorado en muchas de las aplicaciones espureas que se le han atribuido. Siempre he pensado que cultura es el bagaje de conocimientos adquiridos por una persona mediante el estudio, la lectura, los medios de comunicación, las relaciones sociales etc. En todo caso, la cultura hay que referirla a las personas, no a los territorios. He ahí otra desmesura.

El profesor Rovira publico recientemente una reflexión sobre el derecho a la cultura muy ilustrativa si bien personalmente disiento del propósito de ese trabajo, cual es introducir en la Constitución Española un nuevo derecho fundamental relativo a bienes culturales. Sinceramente, no creo que esta habilitación más formal que real signifique algún cambio sustancial en la cultura. Por otro lado que se utilice la palabra cultura para representar realidades tan agobiantes para esta sociedad como “cultura de la corrupción” constituye otra desmesura más.