Morir en soledad

18 may 2016 / 17:00 H.

Cuando escribo una novela o un relato soy muy dada a contar historias truculentas, los asesinatos se suceden en sus distintas variantes, dicen mis lectores que tengo cierta propensión a cargarme de forma violenta a mis protagonistas. Sin embargo, en la historia que quiero contar hoy no interviene la violencia ni la agresión, no hay venenos ni cuchillos, sino un arma aún más mortífera: la soledad. El otro día escuchaba un programa de radio que analizaba este tema, a partir de la noticia de una anciana que fue hallada sin vida en su domicilio un mes después de su muerte. Estas noticias se suceden cada cierto tiempo, pasados el asombro y la repulsa inicial, se asimilan y se aceptan como algo inherente a esta sociedad de jóvenes en la que vivimos. El anciano se ha convertido en un estorbo, nos molestan sus arrugas y su andar vacilante. Ya no es la piedra angular sobre la que se sustenta la familia, no merece respeto ni consideración, está pasado de moda. Dicen que las cifras son frías, pero hay algunas que conmueven. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), en la Encuesta Continua de Hogares correspondiente al año 2015, más de cuatro millones y medio de personas viven solas, eso supone el 25% del total de los hogares; y de esas, 1.859.800 son mayores de 65 años (un 40,6%), siendo las mujeres con un 72,9% la mayoría (1.356.300 hogares). Es más, el 40,9% de mujeres mayores de 85 años viven solas. No quiero marear al lector con las estadísticas, prefiero que acompañen a Teresa, esa mujer cuyo cadáver fue encontrado un mes después, en sus últimas horas. Quiero que imaginen sus postreros días frente a la ventana, ya sin poder salir para hacer la compra, ni dar un paseo por un parque cercano. Que traten de ponerse en su piel arrugada, en sus ojos llorosos en ese momento en que comprende que va a morir, en el que sabe que su vida se acaba y que se halla en completa soledad. Quiero que reflexionen sobre este hecho y que los que hacen las leyes y nos gobiernan también lo hagan. Algo huele mal en una sociedad que no respeta ni cuida a sus mayores.