Museo Íbero

31 oct 2016 / 13:04 H.

Jaén tiene una relación de amor-odio con este fragmento singular de la capital. Yo también participo, de todas todas, de este sentimiento ambiguo y profundo. La presencia de una manzana tan singular en el ombligo de la ciudad, se erige en metáfora de nuestros males y nuestros sueños. Va para medio siglo que mis ojos adolescentes descubrieron el vallado de una mole de ladrillo, sucio y marrón, frente a la Escuela Normal de Magisterio (masculino) donde jóvenes bulliciosos intentaban convertirse en hombres de provecho. Las mujeres hacían lo propio, a cien metros de distancia. En el paseíllo de una a otra Normal, el vetusto edificio de la esquina enseñaba su recinto amurallado. Dentro, los presos. Nunca supimos cuántos. Ahora sabemos que cientos, hasta cuatro mil en los años más siniestros de la dictadura. Nos acostumbramos a inhalar el aire cercano de la cárcel de enfrente, junto a los perfumes de nuestras compañeras, “maestras con futuro”. Convivimos con la cárcel, como con la librería “El estudiante”, las misas en Cristo Rey o el gallinero pecaminoso del Darymelia. Años 60,la cárcel atiborrada. Misterio, política clandestina, fogonazos de cine negro, colas madrugadoras de familiares tristes frente a la puerta enrejada, hatillos de ropa bajo el brazo, cestilla de mimbre con matanza y tortas de masa de aceite. Y el misterio, siempre el misterio, con la guerra a lo lejos, todavía la guerra. Los años de la transición nos trajeron gritos frente al edificio, amnistía y libertad, multas gubernamentales, palos de los grises sobre las espaldas de los progres, carreras hacia el parque... noches en comisaría... “batallitas” para los nietos... “¡Qué rojos éramos entonces!”. En 1988, mi reencuentro con la cárcel. Un fogonazo que te deslumbra. Con el teatro, siempre el teatro, como vía de entrada. Un día de la Merced, patrona de las prisiones, nos llevan (invitados) para hacer una función destinada a los presos. Veinticinco mil pesetas, veinticinco jóvenes actores sobre el escenario, veinticinco corazones encogidos mientras suenan los metales corredizos, golpes secos contra la humedad de los muros. Nosotros, Pecato Veniale, y los presos enfrente, sentados en bancos de madera, al aire libre de un patio desmesurado y seco. Sin árboles, sin alegría, pero con el sol sobre los ojos de los internos. “El sueño de una noche de verano” les regala hora y media de recreo diferente. Silban al entrever las piernas de la altiva Titania, en medias de malla, silban de nuevo cuando el efebo quinceañero exhibe su torso musculado al sol del mediodía. Gritan ante cada beso, por casto que sea. “Tíratela”, recomienda una voz vehemente desde el improvisado patio de butacas. El destinatario, un tímido Lisandro, enrojece al punto. Al término de la función, de los aplausos y la algazara, salimos de aquel patio. Como si hubiésemos hecho nuestra primera función. ¡Y llevábamos más de veinte representaciones a la espalda! Así que han pasado treinta años más, he vuelto a pisar aquel patio nuevamente. Donde hubo presos expectantes y vocingleros, espectadores agradecidos, emerge ahora una biblioteca, una cafetería, o el despacho futuro de mi amigo Arturo Ruiz. Donde hubo mazmorras, apuntan ya los almacenes de las piezas en estudio y catalogación. Ahora el Museo Íbero, , pimpampún de tantos artículos, vergüenza por veinte años de gestación, se alza ya como la luz necesaria que alumbre el corazón de la ciudad. En la memoria de hormigón y cablerío se ocultan Felipe López y Pilar Palazón, Gaspar Zarrías y Carmen Calvo, la Asociación Amigos de los Íberos y el Centro de Arqueología Ibérica. Felices todos, radiantes porque, por fin, se anuncia el final de la batalla. Porque en pocos días se terminan las obras, y en junio del 17 se abren las puertas (siquiera de modo parcial). Entonces, la luz necesaria entrará por los muros de cristal, echando el telón a un proceso controvertido y preciso para la provincia. Tan preciso como la lluvia que se niega a mojar este otoño esta mole de cemento y cristal, abierta al futuro que sepamos darle.